Sangre entre las piernas #cuento #NiUnaMás

La sangre debe manar entre las piernas de una mujer como signo de vida, no de la yugular ni de las heridas que el odio y el vacío dejan en la piel tres metros bajo tierra, y en las lágrimas de quienes deben sostener los días apuntalados en ausencia.

Ella debió llegar a acostarse esa noche en su cama, dentro de las cuatro paredes que su juventud convertía en ocasiones en refugio, a veces en jaula, y no en la mesa de una morgue, donde sólo los chinos de su cabello y la forma de sus dientes delataban que esos pedazos alguna vez fueron una persona que se estremeció con el frío de la lluvia sobre el cuerpo.

La paradoja de despertar es que se ignora si ese día preciso del calendario se convertirá en el lugar equivocado en el momento erróneo. Abriste los ojos tres minutos antes de que sonara el despertador. Como te enseñaron desde niña, te estiraste sobre la cama, primero el brazo derecho, luego el izquierdo, después sumiste la panza, continuaste con las piernas al mismo tiempo. Cuando murmurabas el Padre Nuestro sonó la melodía elegida para animarte a levantar de la cama, lo que hiciste con una sonrisa; ese día cumplías tres meses en el trabajo y a las once debías reunirte con el director general de la empresa: iban a decirte si tu periodo de prueba había terminado en contratación definitiva o si se te transferiría al área de ventas. Tú sabías que permanecerías en el área en la que habías entrado, justo para la que elegiste estudiar algunos años atrás.

Te pusiste la ropa que compraste la tarde anterior para la ocasión, desayunaste con tu madre, que pidió la mañana en el trabajo para brindar con unas mimosas por tu inminente empleo definitivo y para llevarte a la oficina. Tú declinaste la oferta, querías disfrutar como nunca antes el camino a una meta más dentro de tus enormes sueños.

Antes de salir de casa pasaste al baño para descubrir una pequeña mancha de sangre en tu ropa interior; por fortuna todavía era temprano y tenías tiempo para cambiarte. Al abrir la gaveta debajo del lavabo te diste cuenta que las toallas femeninas se habían terminado. Se hizo necesaria una escala en la farmacia de la esquina. Por fortuna era un desvío breve.

Cerraste la pequeña reja blanca que separaba el garaje de la banqueta y empezaste a caminar; traías zapatos bajos, los tacones descansaban al fondo de tu bolsa, no los usabas para trasladarte, bastante suplicio era tener que someter tus pies a esa posición tan poco natural. Tus pasos eran silenciosos.

Mientras caminabas miraste hacia el cielo; te gustaba voltear a ver las nubes todos los días al salir, te decías que ese era el límite; nunca pudiste precisar qué significaba tal afirmación, pero te gustaba la frase “el cielo es el límite”, y pensabas demostrarlo con tu propia vida.

La cuadra en medio de tu casa y la farmacia. En la acera donde caminabas había un pedazo de pasto con botellas de agua encima para evitar que los perros se hicieran popó en él, y a ti te hicieron tropezar. Levantaste la otra pierna con la destreza que ser jugadora de futbol desde niña te había regalado. Cuando recuperaste el equilibrio te diste cuenta que dos hombres junto a un auto azul eléctrico te miraban, lo cual no era muy extraño porque en este país las mujeres son más trozos de carne con faldas, que personas. Lo que te pareció raro fue cómo se miraron uno al otro, cómo sonrieron en complicidad, asintieron y volvieron a mirarte.

Empezaste a caminar más rápido, la adrenalina estalló en tu cuerpo y una lágrima involuntaria rodó por tu cara. No diste más de diez pasos cuando sentiste los brazos que te levantaron del suelo. Pasto con botellas de agua, portón negro, casa blanca, árbol recién podado, cielo con nubes como de caricaturas para niños, techo gris del automóvil azul eléctrico, negro.

No tuviste tiempo de ni de gritar ni de mentar madres. Era real. A pesar de la situación mantuviste la calma y empezaste a rezar. Padre Nuestro que estás en el Cielo. Padre Nuestro que estás en el Cielo. Padre Nuestro que estás en el Cielo. Habías leído mil veces cómo podías evitar un asalto o un secuestro y creías entenderlo, pero nunca creíste que sería necesario. Padre Nuestro que estás en el Cielo. Decidiste que vivirías el seguro infierno en vida que te esperaba en los próximos ¿días?, ¿semanas?, ¿meses?, ¿horas? Con toda la paz y tranquilidad que pudieras; estabas segura que volverías a casa, que abrazarías a tu madre de nuevo, que irías a tu trabajo y te aceptarían de regreso, que tal vez te iba a hacer falta terapia, pero saldrías adelante por tus ganas de comerte al mundo. No ibas a dejar que el mundo te comiera a ti.

El auto se detuvo. Otros brazos, o los mismos, te jalaron hacia fuera del coche. Te encaminaron despacio hasta que quedaste de pie. Te soltaron. No camines. No grites. No intentes luchar. Luchar no estaba en tus planes, si ya te encontrabas en esa situación lo que ibas a hacer era fluir. Sentiste un aire muy frío en las piernas; en las manos un viento muy fuerte. Estabas en un lugar abierto.

Quitaron el saco negro que cubría tu cabeza. Los chinos volaron y volvieron a taparte la cara. No podías hacer nada, tenías las manos amarradas a la altura de las nalgas. El viento cambió de dirección. Abriste los ojos y apareció algo inesperado. A un paso de distancia había una barranca. La cubrían matorrales con las pequeñas flores moradas tan características de tus paseos infantiles al campo con tu madre. Pensaste en mamá. En las mimosas. En el abrazo que te dio al despedirte sin saber que ese sería tu día del momento y lugar equivocados.

Entonces decidiste dejar de fluir y empezar a influir en los acontecimientos. Ignorabas por qué no te habían amarrado también las piernas; tal vez era su primera vez. Diste un paso hacia la barranca y luego otro y de repente, ya estabas corriendo. Padre Nuestro que estás en el cielo. Necesitabas creer en un final feliz para tu historia.

Descubriste que no traían pistolas porque no escuchaste disparos, lo que no entendías era por qué no te perseguían.

Una rama salida. Se esfumó tu equilibro. La velocidad más la inercia más tu peso más el temor. Te convertiste en piedra rodante. Tu rodilla se quebró cuando la pierna quedó atorada entre los troncos de dos árboles. Tu cuello se rasgó con los restos de un automóvil oxidado.

Algo se te enterraba en la espalda, en el coxis. Tu cabeza descansaba sobre la hierba. Sentías los omóplatos calientes. Llevaste una mano al dolor que sufría tu cuello. La sangre era oscura, muy oscura. Reíste pensando en la otra sangre que te salía del cuerpo, que seguro ya había manchado tu ropa nueva.

No podías dejar de parpadear. El cielo azul. Sin nubes. Azul como el automóvil azul eléctrico. Las caras de los dos tipos que más temprano se habían mirado y sonreído. Esta vieja sí conviene, ya hizo sola el trabajo. Padre Nuestro que estás en el cielo. Padre Nuestro que estás en el cielo. Llegó la tos. El exceso de saliva. La sangre que empezó a salir por tus orificios nasales, que tiñó tus dientes.

Respiración imposible. ¿Era asesinato o suicidio? Reíste de nuevo con la paradoja. O esa era tu intención. Las caras de ellos crecieron, luego volvieron a desaparecer. El cielo azul, tan azul como el uniforme de las señoritas del piso de ventas de la empresa. La tos. Respirar hondo. El sabor de tu sangre. Respirar hondo. La sonrisa de mamá. Sus brazos en tu espalda. Tu reflejo sonriente de esa mañana en el espejo.

Empezó a ceder el dolor en el cuello. La molestia en la espalda. Padre Nuestro que estás en el cielo. Padre Nuestro que es…

La sangre debe manar de entre las piernas de una mujer como signo de vida, no de la yugular ni de las heridas que el odio y el vacío dejan en la piel de la superficie de la tierra. Te fuiste a tiempo para no perder la fe en el Dios en que creíste hasta el último instante, para no saber cómo convirtieron tu cuerpo en objeto donde dos hombres jugaron al sexo. Para no saber del semen seco en tu entrepierna ni en la comisura de los labios. Para no enterarte de cómo desafiaron a la vida y las leyes de la física y te acomodaron dentro de una maleta negra, robada de otra mujer con más suerte que tú.

Tú debiste llegar a acostarte esa noche en tu cama, no tres noches después sobre la mesa de una morgue sucia y helada. Tú debiste llegar a trabajar ese día, recibir tu contrato y firmar junto con tu nombre y la fecha el primer capítulo de tu vida adulta. Tú debiste enamorarte más de una vez. Debiste decidir si querías un matrimonio e hijos o la soltería. Tú debiste elegir, no un par de hombres que no tenían ni idea de tus fracasos y aciertos, de tus pasiones ni del color de tu corazón. Nadie debió elegir por ti.

 

En memoria de todas las mujeres que en mi país y en el mundo han sido víctimas de hombres que creen poder decidir por ellas. De las mujeres que han asesinado en cuerpo, alma o espíritu. Para que nunca más vuelva a suceder. En el nombre del Padre, quienquiera que sea. Amen.

 

 

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