Carta a mi abuela

Querida Marcela,

Eres la abuela que no conocí, la que durante veinte años creí muerta en un accidente de auto. Eres la abuela de vacío estridente, de quien no se hablaba más que en los aniversarios luctuosos, justo un día antes del cumpleaños de mi madre, tu hija.

La noche de tu muerte supongo, según el todo que he armado con las múltiples piezas de tu biografía que he logrado descifrar desde diferentes interlocutores, tú sufrías en silencio y soledad, con el estoicismo propio de las personas que necesitan demostrar control absoluto sobre el juicio propio. El motivo no era nada original para las mujeres de este país: amores fallidos, el del padre de mi madre y el del padre de tu hija más pequeña.

Nunca había querido narrar tu ausencia, me sentía sin el derecho a decir cualquier palabra relacionada contigo; hasta ahora que, al fin, y después de años de trabajo interno y aceptación, de saber lo desgraciadamente común que es nuestra historia, puedo decir que soy nieta de un feminicidio. El tuyo, abuela, decenas de años antes de que el asesinato de una mujer por el hecho de serlo adoptara ese vocablo.

Tu homicida salió de la cárcel hace poco. Cuando me enteré las emociones fueron el ojo de un vórtice en lo profundo de mis vísceras: beneplácito, porque el crimen no fue uno más impune, fuera de las estadísticas, sino bien sentenciado, el culpable pasó varias décadas en el reclusorio; rabia, porque su mal manejo del alcohol y la furia condenaron a mi mamá a una adolescencia adulta y a un destino sin ti; tristeza, porque me robó el reflejarme en tus pupilas, me robó tus abrazos, me robó la sazón de tu comida, me robó tus gestos, me robó tu sonrisa al conocer a tu nieta y saber que se parece tanto a ti, me robó el tono de tu voz, me robó la textura de tus manos, me robó tu risa, me robó tu sentido del humor, me robó el color de tus uñas, me robó tus regaños, me robó tus consejos, me robó tu casa como refugio, me robó la existencia sin el hueco perenne que crea el saber que las personas amadas han sufrido, como mi mamá, que ha tenido que aprender a vivir con el recuerdo de ti respirando el último suspiro entre sus brazos sobre una ambulancia.

Por ti, abuela, por todas aquellas mujeres y hombres que han perdido la vida o que están muertos en vida en relaciones asesinas, por aquellos hombres y mujeres que no han aprendido a gestionar sus apegos, sus celos, sus inseguridades, sus miedos, su falta de empatía, el respeto a quienes piensan o desean distinto, su necesidad de dominar, su compulsión por tener la razón, su carencia de conciencia y autoconocimiento, no vuelvo a permitir un solo maltrato, un solo grito, un solo castigo de silencio, una sola palabra que desacredite mi inteligencia, mis ideas o mis decisiones, un solo sentimiento de desamparo por indiferencia.

Porque sí, con mucha vergüenza te confieso que he permitido todo eso en nombre del amor, y me he hecho añicos el alma en múltiples ocasiones y me he traicionado más de una vez para ser esa persona perfecta a quien quisieran con locura, sin saber lo fácil que es enloquecer en el proceso y lo degradante que resulta.

Hasta hoy, Marcela. Hoy que decidí que tus huesos en la tierra no tienen que ser solo restos mortuorios, sino semillas. Semillas de muerte a la culpa, semillas de muerte al síndrome del impostor, semillas de muerte a la resignación, semillas de muerte al miedo a la soledad, semillas de muerte a la dependencia, semillas de muerte a la necesidad de aprobación, semillas de muerte al temor a incomodar.

Tus huesos enterrados antes de tiempo son semillas de fuerza, semillas de valentía, semillas de franqueza, semillas de audacia, semillas de determinación.
Semillas de vida. Semillas de “Yo”.

@monicasotoicaza


Mónica Soto Icaza es escritora especializada en literatura erótica. Ha publicado varios libros y colabora en revistas, periódicos y programas de radio y televisión.

Piel y papel

Lunes. Me levanto diez minutos antes que el despertador. Mientras me lavo las manos después de descargar la vejiga y antes de revivir a mi cotidianidad, te veo en mi boca: tus labios permanecen en una pequeña hinchazón de mi bermellón inferior, carmesí intenso como huella de tus besos. Sonrío. Vuelves a hacerte presente en esa imagen que me devuelve el espejo del baño. Ahora no son tus labios lo que veo en mis labios, sino tus pupilas en mis pupilas, con ese movimiento veloz de ojos de cuando me hablas de tus recuerdos, del mapa vocal de tu deseo por mí, de algo que te emociona, y tu mirada trasmuta en la de un niño contando el más hermoso de los sueños. Cierro la llave del agua. Me dispongo a confeccionar el día. No sé cuándo volveré a verte. De pronto, al secarme las manos, descubro que también sigues en mi muslo izquierdo, bien aferrado en forma de un breve moretón con la morfología de tus dedos.

Domingo. Llego a tu casa con tu ropa de dormir puesta y el cambio con el que transitaré la jornada en las manos. Entro sin tocar. Te encuentro a un lado de la cama. Me abrazas de la cintura. Las palmas de tus manos comienzan a bajar hacia mis nalgas. Nos damos un beso de saliva desvergonzada. Dejo los jeans sobre el sillón. Me acuesto. El edredón de plumas es tan suave que me dan ganas de echármelo encima. Hace frío. No hablamos más de seis palabras cuando ya estoy pegada a tu cuerpo, restregándote las tetas en el pecho. Tú vuelves a estrujar mi derrier; activas la correlación entre esos apretones y mi humedad que resbala amenazante hacia tus sábanas de satín. Vuelvo a darte los buenos días, esta vez con el regocijo de mirar tu gesto de sexo, tus ojos entrecerrados, los latidos de tu corazón. Te cabalgo. Me anegas. Nos levantamos y abres la regadera. Vas hacia la cocina y rescatas los restos del café molido que reposan en tu cafetera. El agua está muy caliente. Quedo empapada, del cabello y entre los muslos. Me alcanzas. Incorporas al café el jabón líquido de coco que guardas en una botella de vidrio. Recoges con cuatro dedos lo que puedes y me acaricias completa. Mi empidermis se pinta de negro. Te beso de tanto en tanto. Pides que me enjuague. Desobedezco. Me restriego en tu espalda. Te agarro desprevenido. No puedo verte el rostro. Tengo la certeza de que sonríes. Me haces el amor de nuevo, empinada hacia el espejo de tu cuarto de baño. Amo mirarme rebotar, la imagen de tus pies junto a los míos en el piso. Me mareo. Te mareas. Apagamos la regadera.

Sábado. Las 16 horas que estaremos juntos inician a las 11:30 de la mañana. Nos encontramos en el vestíbulo. Tú con pantalón beige y chamarra café, botas de ante. Yo con vestido morado, medias negras, zapatos de charol. Caminamos de la mano mil seiscientos metros hasta el restaurante donde desayunaré unas enchiladas de mole y tú unos huevos a la mexicana con machaca. Lo más importante de mi vida ha sucedido frente a una mesa: propuestas indecorosas y de matrimonio (si no es que son la misma cosa), conversaciones que cambian rumbos, rompimientos liberadores. La comida y el vino como vehículos para la felicidad. Platicamos tanto que de pronto miramos el reloj: son casi las tres de la tarde. Emprendemos el regreso a tu casa. Nos sentamos en la sala a charlar. No decimos más de cuatro palabras y ya estoy desnuda de nuevo, con la espalda en el sillón y tus fauces en plena búsqueda de la piedra filosofal entre mis piernas. Miro hacia la ventana. Es una tarde anubarrada. Y las nubes brillan. Cierro los ojos, suspiro. Me deleito con el placer de escribir las páginas de esta nueva historia.

En el papel y en la piel.

Hembra humana…

Soy un ejemplar de la raza humana,
hembra mestiza;
mis orgasmos son silenciosos,
poseen la humedad milenaria
de mis realidades antiguas;
sé que en mi historia de almas
siempre he sido mujer,
me lo dijo un sueño de niña,
me lo dice la sabiduría de pieles
que se conocen
sin haberse visto jamás.

Prefiero la nieve de limón blanca,
el regocijo de escuchar las gotas de lluvia
chocar contra cualquier superficie.
Me gusta decirle su hermosura
a quien considero hermoso
y prefiero el silencio
cuando de mi boca amenazan
con salir balas en vez de palabras.

Admiro a las mujeres de tenacidad incorruptible,
de ojos que esconden secretos
para salvar tristezas;
a los hombres que cambian pañales
con la misma destreza
con que llevan a cabo estados financieros
y proyecciones de ventas.

No me gustan las religiones,
pero amo a Dios;
ni los políticos
cuando sólo son políticos;
aborrezco la injusticia
y prefiero las verdades
a las mentiras piadosas.

A diario me miro al espejo en las noches
y el reflejo me susurra que si muero mañana
mis huellas ya no serán de arena.
Desde que escucho esa voz
tengo predilección por los deportes extremos
y por cumplir mis promesas.

Creo en los fantasmas,
en la vida después de la vida,
creo en lo que puedo lograr por mí misma,
y también creo en el talento de otros.

Tengo un brazo izquierdo diestro
y un derecho zurdo,
dos ojos que miran bien de cerca
y de lejos.
Un cuerpo sano
que ha dado a luz dos veces
y más de cinco sentidos
para percibir el Universo.

Escribo poemas en los cuadernos
y en las horas,
soy buena para deleitarme
y mala para sufrir,
amo amar
y no conozco el odio,
aunque estoy segura
que me he acercado a él algunas veces.

Soy una hembra humana afortunada,
con finas arrugas en los ojos
por haber sonreído tanto
y llorado tan poco.

Mónica Soto Icaza

Las mujeres de más de 30

Las mujeres de más de 30 vivimos cada día realizando nuestros sueños de niñas. Tenemos pocos temores y muchos aprecios; sabemos emprender el vuelo, pero ponemos los pies en la tierra para estar con quienes amamos en los momentos y lugares precisos.

Las mujeres de más de 30 somos románticas, mas hemos aprendido a escuchar también a nuestro intelecto, lo que nos hace independientes cuando es necesario y solidarias si se trata de secar lágrimas y curar heridas.

Las mujeres de más de 30 además de esculturales cuerpos, hemos forjado esculturales almas; poseemos un brillo misterioso en la mirada, y con certeza digo que más de un secreto para quitarnos la tristeza.

Las mujeres de más de 30 conocemos los tiempos difíciles, sabemos resolver problemas con sutileza; nada es demasiado grande para nuestro ímpetu ni demasiado pequeño como para pasar desapercibido.

Las mujeres de más de 30 tenemos arrugas en la frente y varias canas en el cabello, con orgullo portamos nuestras cicatrices, sobre las que han sanado amores y nacido personas.

Las mujeres de más de 30 elegimos con cuidado los apegos, defendemos nuestra dignidad con humildad y soberbia, seducimos con elegancia y de nuestros dedos surge magia cuando compartimos humedades en la cama.

Las mujeres de más de 30 somos inocentes a voluntad, encontramos la respuesta correcta hasta a preguntas necias. A veces también somos malcriadas, nos regalamos placeres enormes disfrazados de mínimos detalles.

Las mujeres de más de 30 somos expertas en varios artes solo conocidos por nosotras, sentimos la adrenalina de la libertad y jamás dudaremos en lanzarnos descalzas a cualquier abismo, vistiendo sólo unas alas nuevas.

Mónica Soto Icaza

Lo que he desaprendido con esta nueva vida

Hace tres años deconstruí mi vida.

En la tarea de volver a armarme tuve que hacer un análisis muy profundo de todos aquellos aspectos de mi educación que ya no me servirían, aspectos tan profundos que tuve que conocer los límites de mi interior para hacerlos conscientes y conseguir una transformación profunda.

Hoy quiero compartirlos contigo, porque cuando la vida ya no fluye, cuando ya no funcionan las rutinas, las antiguas creencias, es necesario desaprenderlas para dar lugar a luces nuevas, a un camino distinto que te llevará a lugares insospechados, pero diferentes y te moverán hacia un sitio mejor.

Lo principal que he desaprendido hasta este momento es:

  1. No puedes hacer lo que se te dé la gana. ¡Claro que puedes! No quiere decir que no tengas obligaciones, quiere decir que lo que haces es una convicción, y las convicciones nacen de los objetivos claros. La persona que vive la vida dentro de tu piel eres tú, sólo tú.
  2. No existe la libertad. Se puede ser libre y estar acompañado, tener una pareja igual de libre que tú. Dos personas satisfechas con su vida construyen una relación feliz, que es campo fértil para crecer y crear.
  3. Las obligaciones implican sacrificio. La idea del sacrificio es victimista y provoca que haya una dosis de sufrimiento en lo que hacemos, cuando en realidad todo es cuestión de la actitud que tomes ante el trabajo, la rutina diaria, los hijos, la pareja: la cotidianidad. Si la vida es una consecución ininterrumpida de días que son prácticamente iguales, hay que hacer lo que uno ama y gozar el tiempo en el aquí y el ahora.
  4. Si eres una mujer inteligente y decidida, los hombres te van a tener miedo. Es simple: una mujer inteligente y decidida tiene la pareja que quiere, y esa pareja valora la importancia de las ideas y decisiones tuyas, porque valora las suyas.
  5. Finge demencia y hazte la inútil para que tu pareja sienta que sí lo necesitas. Esta es otra de las caras del victimismo, culpable de que nuestro amor propio sea relativo, así como relativa se vuelve nuestra relación. El victimismo es una enfermedad muy arraigada en nuestra cultura, muy sencilla de adoptar porque así nada de lo que hacemos resulta ser nuestra responsabilidad. Pero ser la víctima te quita la oportunidad de elegir con libertad. Alguien que se queja de todo, pero no toma acción sobre lo que le sucede, sencillamente deja que la consecución de días y noches suceda en su paso por la vida, sin ser un agente de transformación ni propio ni para los demás. Y tu vida, con todos los segundos que contiene, es sólo tuya.

Cuando eres una mujer libre, que ha decidido construir y transitar su propio camino, encontrarás la mayor resistencia en las personas que se han acostumbrado a una felicidad mediocre, y por eso ven como enemigas a quienes sí tienen la valentía de elegir cómo y con quién quieren vivir.

Tú no te conformes con menos de lo que deseas.

Mónica

Confesiones de una mexicana que no dejará de temblar… #19S

El 19 de septiembre de 2017 a los mexicanos nos tembló más que la tierra. Eran las 13:14 de la tarde de un día que sólo parecía haber perdido la cotidianidad por el simulacro llevado a cabo poco más de dos horas antes, cuando (inserte aquí su particular historia del instante) el automóvil que conducía empezó a brincar. Apagué el motor, pensando que el brincoteo se debía a algún problema mecánico, pero al notar que el auto seguía moviéndose, me bajé. En cuanto puse los pies en el concreto y vi los árboles vibrar, supe que la vida volvía a cambiarnos para siempre.

No voy a platicar aquí lo que sucedió después, sólo diré que fui una de las afortunadas en sobrevivir, en seguir abrazando fuerte a la gente que amo, en volver a mi casa de noche y dormir en mi cama de siempre, en retomar mi trabajo sin cambios.

La diferencia es que hoy quiero una cotidianidad distinta. Lo natural en mí es correr a ayudar cuando alguien necesita algo, así he donado, desde cenas en las salas de espera de los hospitales públicos, hasta una biblioteca, además de otras acciones de las que no hablo ni hablaré; pero esta vez, este temblor del 19 de septiembre, debo confesar que me quedé paralizada.

Veía mediante las redes sociales cómo las calles se llenaron de gente generosa, jóvenes, adultos, viejos, niños, compartiendo su tiempo, sus recursos, su tiempo, para ayudar a quienes se les trozó el hilo de la vida, a las familias de los desaparecidos, a los rescatistas, demostrando una vez más que lo más importante es justamente esa vida, porque lo demás son cosas que el dinero puede volver a comprar.

Y yo no podía moverme. Mi ímpetu de cooperar se instaló en las plantas de mis pies, y sólo pude activar mi cerebro para compartir información, para pedirle a la gente que estacionara sus coches: veía por la ventana cómo las ambulancias, los bomberos, la policía, el ejército necesitaban pasar, y los automóviles estorbaban.

Estuve varios días sin entender qué me sucedía, por qué sentía esa necesidad de atrincherarme. Después de mucho pensar y pensar caí en la cuenta de que estaba enojada. Furiosa. A todos nos han dado ganas a veces, cuando vemos que alguien está cometiendo errores garrafales, de agarrarlo de los hombros y sacudirlo, tal vez con la ilusión de que se le reacomoden las neuronas y pueda pensar de forma más objetiva y así tomar mejores decisiones.

Aunque estoy segura que la magia nada tiene que ver con el movimiento de las cinco placas tectónicas sobre las que vivimos los mexicanos y provocan gran cantidad de sismos cada día, podemos retomar la metáfora que este septiembre nos ha regalado, la noche del 7 y el mediodía del 19, como ese zangoloteo a la conciencia de esta sociedad que ha demostrado una unión arrebatadora en los últimos días. Y sobre todo, una fuerza que puede reconstruir no sólo las construcciones caídas, sino todo un país.

Mi enojo se debía a las respuestas a algunas preguntas: ¿por qué esperar a que ocurra un huracán, un sismo? ¿Por qué reaccionar así en un momento de crisis, y no todos los días? ¿Por qué solidarizarnos sólo en la tragedia? Porque los mexicanos somos tan adaptables a las circunstancias, que no nos hemos dado cuenta que en realidad vivimos en crisis: el dinero que ganamos cada vez vale menos, la violencia nos arrebata a demasiados hombres y mujeres cada día, los gobernantes hacen lo que se les pega la gana con nosotros con total impunidad, los medios de comunicación crean historias para mantener la ignorancia intacta, y mucho más.

También porque extraviamos la empatía en indeterminado sitio de nuestra historia. Dejamos de mirarnos a los ojos de los otros para reconocernos seres humanos por sobre todas las cosas. Sucede en todas las esferas de esta sociedad dividida, que se odia porque no alcanza a comprenderse y por lo mismo no logrará mejorar hasta crear una conciencia nueva en la que la vida ajena vuelva a colocarse en la cima de la escala de valores.

Esta última semana hemos visto que es posible: ahora el reto es crear una cotidianidad donde la constante sea recordarlo.

Son días rojos, de conjuros, lluvia, sangre; son días de lucidez y rebeldía. Que el pasado se quede escrito en piedra para dejar sitio a las horas de hoy, espacio a los respiros de mañana, de un país renovado que no vuelva a olvidar en dónde radica su fuerza.

Escribo en la Ciudad de México, a los 27 días del mes de septiembre de 2017, deseando que la muerte de 337 personas que hasta ahora han fallecido a causa del terremoto no sea en vano.