Manifiesto contra la sopa tibia #cuento

“Si el mesero llega en cuatro minutos le digo que sí”, pensó Susana después de escuchar a Federico pronunciar las consabidas y anticuadas, pero románticas palabras: “¡quieres ser mi novia?”

Para hacer honor a la verdad, Susana no estaba nada segura de que el amor que Fede le ofrecía era siquiera cercano al que ella quería en la vida, con eso de que su anterior novio era amoroso tan del tipo mediocre que parecía una sopa de cebolla fría: en vez de tragarse con tersura y deleite, terminaba apelmazado en el paladar.

Atinado como siempre, pero inoportuno como nunca, el mesero, con el nombre “Julián” prendido del uniforme marrón con beige, llegó justo a los 240 segundos a tomar la orden: la dama ensalada César con el aderezo aparte, el caballero una hamburguesa con tocino, nada perfecta para una primera cita.

Acto seguido, ella procedió a darle a Federico la respuesta positiva por culpa del mesero. Y digo por culpa, porque la historia de amor entre Susana y Federico, por más que iniciara un 14 de febrero, pronto se convirtió en una de esas malas coincidencias de la vida chocarrera que vivimos la mayoría de los mortales.

A pesar del vaticinio nefasto que implica dejarle el futuro sentimental a un golpe de suerte, sobre todo cuando está involucrado un mesero en la ecuación, meses después Federico se hallaba ante la disyuntiva de hacerle caso a su madre y al fin sentar cabeza, o continuar con sus breves y temporales aventuras.

Entonces sucedió que una tarde, sentado en el banco de un parque al Centro de la Ciudad, mientras observaba a un vendedor de algodones de azúcar preparar sus manjares, se dijo a sí mismo: “si el niño elige el algodón rosa, le doy a Susana el anillo de compromiso”, lo que hizo esa misma noche, después de que el escuincle eligiera el dulce casi rojo de tanto colorante, y de la única forma en que sabría que Susana le daría un “Sí” rotundo: en la cama mientras se abrazaban desnudos; todo lo mal que se llevaban sobre el suelo, lo contrarrestaban en el colchón, lo que, a final de cuentas, termina sin ser garantía.

Con el paso de los años la cotidianidad se impuso en Susana y Federico, así como las decisiones basadas en el lado de la escalera por la que subiría una viejita a la planta alta del centro comercial, el color de la corbata del siguiente señor que cruzara por la puerta o la cantidad de personas que se bajaran de un taxi, mismas que les cobraron la factura, algo así como cuando el atún fresco se pasa de cocción y en vez de ser un manjar se vuelve una bola seca, difícil de masticar: potencialmente delicioso, pero arruinado, y su siguiente éxito como pareja fue una firma en el documento de divorcio, donde se asentaba lo estéril de su matrimonio: no hubo ni propiedades qué negociar, ni hijos a consolar, y sus pocas pertenencias terminaron abandonadas por aquello de no conjurar desagradables recuerdos.

Después de varios sucesos en la vida de Susana y Federico, como el aumento en la graduación de sus anteojos, la aparición de algunas canas o el descubrimiento de nuevos platillos favoritos, una noche Susana estaba sentada frente a otro hombre con intenciones amorosas, en otro restaurante con meseros llamados Julián y uniformes beige con marrón. Cuando escuchó la pregunta que su interlocutor le hizo con la misma indiferencia con la que años atrás Federico lo hiciera, miró a su alrededor para buscar una señal, pero sólo se encontró con un plato extraordinario frente a ella, lo que la hizo pensar en que las decisiones son como la confección de un buen platillo: tienes una sola oportunidad para alcanzar la perfección y el fracaso.

Y antes de dar una respuesta positiva o negativa, se dio cuenta que desde ese momento se convertiría en alguien que lucha por el amor como vapor contra válvula de olla chifladora: no se escapa hasta que está bien caliente.

 


* Texto publicado en la revista El Gourmet de México, en febrero de 2018.

Ficciones culinarias #cuento

Las mejores historias de amor empiezan frente a un plato de comida. Puede ser una crema de almejas o una Kartoffelsuppe; una ensalada caprese, o unos sopes de frijoles con pollo cubiertos con salsa verde y espolvoreados de queso.

El inicio de la serie de anécdotas que ellos dos, a quienes llamaremos Helena y Paris, compartirían, sucedió en los contornos de una mesa cuadrada, mantel blanco, servilletas amarillas de tono elevado, los demás elementos necesarios para la degustación de los alimentos, dos copas grandes y profundas de cristal y una botella de vino tinto francés, el que a efectos de esta narración nombraremos “rompe hielos, quiebra miedos y crea mariposas en la panza”, porque en realidad a Helena no le encantaba Paris, pero después de unas cuantas horas con él y con los dedos sujetando el cuello del cristal que contenía el líquido rojo intenso, la persistencia en boca de sus lenguas se alargó hasta los confines de la ciudad, a donde ella lo llevó con el pretexto de entregarle el libro que le había prometido y olvidó en casa.

Una vez ahí intercambiaron ideas, objetos de papel y tinta, caricias en los territorios más sensibles de sus mapas corporales y un fetuccini cubierto de salsa de albahaca, aceite de oliva, ajo, piñones y parmesano, preparado entre los dos en medio de un ritual consistente en roce de pupilas, miradas en los poros y fuegos artificiales en el extremo de la pasta que permanecía en las comisuras de los labios unos segundos antes de desaparecer entre los dientes.

Esa noche, la primera del resto de sus días, transcurrió entre el sonido sutil de los carros que corrían por la avenida, brazos nuevos, suspiros frescos y sueños caramelizados, y terminó detrás de la taza del café arábigo humeante que el hombre configuró para Helena y detrás de la que sonreía, ofreciéndosela a la mujer que despertó por el aroma de la adrenalina y el recuerdo del sabor de los granos recién molidos en una pequeña cafetera automática, trofeo de su último viaje por otros rumbos más allá del océano, cerca de las estrellas.

Los atardeceres intensos y amaneceres en ocasiones con cúmulos nimbos, a veces con cirros, se multiplicaron en las manos entrelazadas de Helena y Paris. Lo extraño se fue haciendo conocido: aprendieron sus colores favoritos, que a ella le gustan los huevos rancheros al desayuno y él prefiere el jugo de zanahoria con naranja; que una jornada sin un ataque de risa es tiempo estéril, que los ostiones Kumamoto son capaces de esfumar dudas y provocar deseos.

Desde entonces, cada vez que una Helena y un Paris se sientan ante tenedores, cucharas y cuchillos y llevan a su boca ingredientes cotidianos convertidos en arte, el viento suspira satisfecho, y en las memorias del universo se escriben letras de ficciones compuestas de promesas. A fin de cuentas, cualquier pretexto es bueno para comer. Y para enamorarse.

 


*Cuento publicado en la revista El Gourmet de México. Noviembre de 2017.

 

Mónica Soto Icaza en revista El Gourmet de Noviembre 2017