Vestido de novia #cuento

A los 21 años imaginaba el día de mi boda. Siempre que veía un vestido de novia en los aparadores de las tiendas mi mente volaba hacia el futuro día más feliz de mi vida. Me encantaba contemplarlos y escoger uno. En diversas ocasiones decidí cuál me gustaría usar, pero cambié de idea  muchas veces. Un día tuve que elegir al fin uno de ellos: era el vestido de novia de mis sueños: blanco, entallado, con una crinolina enorme y hermosas flores bordadas a mano. No recuerdo bien la cara de mi novio, creo que mi único recuerdo de esa boda es mi preciosísimo vestido blanco. Me ha sucedido lo mismo nueve veces.

Supongo que he desarrollado una manía por los vestidos de novia.

 


*Este cuento forma parte del libro MonoRetrato AutoLogo, publicado en 2006.

 

 

Gesta carmesí #cuento #ficción

Una no se convierte en leyenda sentada en la sala de la casa con una taza de té de tila en las manos. Una se convierte en leyenda con ampollas en los pies, con los dedos curtidos por las texturas del fuego; por el rango, entre terrible y sublime, de las imágenes que penetran por los ojos.

La mancha rojo intenso en las sábanas blancas por sí sola no hubiera significado nada, sin esa forma confeccionada por los pequeños coágulos que expulsó su vagina durante las horas de sueño. Sintió la masa viscosa en la entrepierna antes de hacerse consciente de que había despertado. Agarró una orilla de las telas de diferentes grosores que la cubrían, con el sentimiento de fastidio previo a saber lo que encontraría: nada odiaba más que manchar algo o ensuciarse con su menstruación.

No, sí había algo que odiaba más: tener la menstruación justo los días del año en que tradicionalmente más había cogido, la exposición de libros y vergas, mínimo una por día, que esperaba con ansias durante todo el año y que éste, por culpa de los caprichos de su endometrio, no podría disfrutar.

Entró en la regadera. Abrió las piernas. Dobló las rodillas hacia afuera. Miró el chorro de sangre que la gravedad atraía hacia el mármol del piso y el agua diluía, no sin antes crear, otra vez, asientos como los que se hacen al fondo de una taza de café turco. Disfrutó la imagen de la tinta roja trazando augurios en sus piernas.

Dobló el codo de la mano derecha y dirigió el dedo corazón hacia la vulva. Avanzó despacio hacia adentro de su cuerpo, provocando que otro coágulo cayera de golpe sobre el suelo y se quedara colgado entre las rejillas de la coladera. La sangre escurría cada vez más abundante. Utilizó el índice y el anular de la mano izquierda para separar los labios mientras su dedo medio acariciaba de forma vertical el clítoris y la mano derecha continuaba con su juego de meter y sacar. Apretaba y soltaba. Apretar. Soltar. Apretar. Apretar. Soltar. Hasta que la matriz se convirtió en suelo debajo de desfile militar, en plantas de los pies a punto del calambre. Gimió fuerte. Nada le gustaba más que un orgasmo.

No. Sí había algo que le gustaba más que un orgasmo: seducir al próximo hombre que se lo provocaría en la materia, la energía o la imaginación. Ese pensamiento le recordó su sensualidad tullida. Suspiró.

A pesar de la abundancia que expulsaba su cuerpo, decidió ponerse un mini vestido negro casi transparente, ideal para provocar pensamientos pecaminosos, suyos y de otros. Se trepó en unos tacones negros y salió hacia el pasillo. Balanceaba la cadera al ritmo de la música que siempre sonaba en una de las dimensiones de su mente y la mantenía con el tempo armonizado a los latidos del aire, y en sintonía con los ejemplares del sexo opuesto, siempre dispuestos a satisfacer sus deseos una vez que eran elegidos.

Le calentaba saber la expectativa que el balanceo del vestido sobre las nalgas causaba en las miradas de quienes se topaban con sus piernas casi encueradas. Los días que no debía utilizar calzones salía desnuda debajo de la ropa y de tanto en tanto, cuando el espécimen que tenía enfrente le generaba algún interés, “accidentalmente” se movía de forma tal que dejaba ver su condición de mujer dispuesta a desvestirse ante el mejor postor.

Su primera escala era la sala donde se presentaría el libro del escritor que en la adolescencia le había cambiado la vida, haciéndola ver que existían más caminos, además de los que sus padres le habían enseñado, y no estaban relacionados con enamorarse del hombre perfecto, casarse entre tules y flores y cuidar de los hijos y del esposo hasta la muerte. Instrucciones que ella aparentemente había seguido al pie de la letra cuando decidió convertirse en alguien que bien podría ser el personaje de una de las novelas que tanto le llamaban la atención.

El autor del libro era un hombre grande, nacido poco más de dos décadas antes que ella. Vestía una playera gris, entallada, que testificaba las horas en el gimnasio y un interés en el cuerpo que a ella le resultaba importante; en los últimos años, y después de haberse cogido a una buena cantidad de hombres mayores de sesenta, aprendió que el cuerpo cobra el sedentarismo de la juventud justo después de las seis décadas, así que los músculos del buen escritor presagiaban una polla dura, y el tema de sus novelas dejaba adivinar una experiencia muy sexual y muy decadente.

Se sentó en la primera fila, con las rodillas bien juntas. Ella sabía que los autores se fijan en el público en su presentación unos segundos después de colocarse en su sitio, cuando el cerebro detecta el momento de relajarse y fluir, por eso ella esperó el instante perfecto para levantar la pierna derecha y con un movimiento parecido a la “Verónica” del torero, colocarla encima de la izquierda y dejar a la vista parte de la nalga.

El plan fue un éxito. El movimiento provocó la atención del autor y el consiguiente interés que tuvo en ella durante toda la presentación, curiosidad que ella aprovechó para dejarse observar y para seducirlo en silencio con sonrisas, caricias en el cuello, guiños y otros gestos sutiles, como cuando se puso las palmas de las manos en el interior de los muslos y los abrió ligeramente.

Cuarenta y cinco minutos después, al terminar las palabras de editor, escritor invitado y autor, ella permaneció sentada en su sitio mientras él firmaba libros, platicaba y se tomaba fotos con la concurrencia.

Recuerda lo que siguió como si lo hubiera visto en una película y no como si fuera parte de su experiencia vital.

Él se le acercó, estiró el brazo y con mano firme la jaló para levantarla de la silla. La inercia la hizo aterrizar en sus brazos, lo que él aprovechó para tomarla de la cintura, cargarla y abrir sus labios con la punta de la lengua. La besó con las comisuras de la boca, con el pecho, con los brazos; ella lo rodeó con las piernas. Sin importarle la gente de alrededor, dejó que su cuerpo sintiera al fin la dureza de los músculos de los brazos, de la espalda. Abrió los ojos para registrar en su memoria la cara de él tan cerca de la suya. Encontró que él también tenía los ojos abiertos. Vio cómo en las arrugas varoniles se dibujó una sonrisa; ella también sonrió. Siguieron besándose con los labios en deleite, hasta que la editora que momentos antes lo presentaba como uno de los escritores más disciplinados, serios y talentosos de la industria le tocó el hombro con un dedo para que volteara. Él ni se inmutó.

La puso en el suelo, estiró el minivestido para esconderle la ropa interior y la agarró de la mano. En el pantalón de él se veía la erección descaradamente; conforme caminaban se iba haciendo más notoria, para beneplácito de ella y escándalo de las señoras de la alta sociedad de aquella ciudad tan conservadora y amante de las manifestaciones religiosas más exhaustivas, requisito necesario para mantener el honor y la pureza de sus habitantes, sobre todo de los más jóvenes.

Claro que las lentes de las cámaras de los teléfonos celulares no se hicieron esperar, y pronto más de una decena de personas comenzaron a grabar tan interesante suceso acaecido entre el escritor ex heroinómano y la mujer desconocida, que era arrastrada a cada vez mayor velocidad hacia la salida del recinto, dirigida al paso de cebra y luego a las puertas de cristal del hotel, en donde caminaron hacia el elevador del que él apretó el botón del 21.

Adentro la tomó de nuevo por la cintura para levantarla y continuar besándola, con cada vez más violencia, hasta que se abrieron las puertas y salieron de ahí, ella alrededor de él, que puso en evidencia una vez más su imponente fuerza cuando no le permitió poner los pies en el suelo. Llegaron a la habitación, él puso la llave, que ella ni se enteró cuándo sacó, en el sensor de la chapa, lo que les dio acceso a una recámara espaciosa, cuya cama recibía de lleno los rayos del sol y en la que ella encalló de golpe.

Él la miraba con esa cara inundada de testosterona que ponen los hombres cuando ya se les desconectó el cerebro de los pantalones. Ella pensó en advertirle que cuando le quitara las bragas saldría sangre a borbotones, pero prefirió no hacerlo; quería que a él no se le olvidara nunca la mujer junto a la que había convertido la habitación de un hotel gran turismo en algo parecido a un matadero de cerdos; deseaba sorprenderlo con la copiosidad de su menstruación.

Él agarró los dos extremos de las bragas y las jaló hacia los pies. Ella levantó la cadera y lanzó un gemido involuntario, le fascinaba ese preciso instante en que la tela se deslizaba hacia sus pies; era encantador mirar el gesto de hallazgo del compañero ocasional, ver cómo la lengua saboreaba lo que estaba a punto de comerlo.

Esta vez no le iba a suceder como en otras ocasiones en las que dejó sus deseos en fantasías; esta vez dejaría que la realidad sobrepasara a sus expectativas, con el sí habitando cada partícula de su cuerpo, desde las huellas dactilares hasta las puntas del pelo.

Abrió las piernas. En vez de brillar con la consabida lubricación que expulsan las mujeres cuando están excitadas, de la vulva se desprendió el líquido rojo intenso que salió de ella. Con un gesto veloz él estiró el dedo corazón y lo introdujo en la vagina. Ella levantó la cadera. Él siguió metiendo y sacando el dedo hasta que la sangre era un exceso; entonces acercó la boca y comenzó a succionar todo, los labios, la vulva…. Lamía como lobo hambriento, se atragantaba de sangre, la manzana de Adán se elevaba con frenesí. Ella no podía creer las sensaciones en su cuerpo, levantaba y bajaba la cadera, doblaba los dedos de los pies, le arañó la espalda. Tuvo un orgasmo al que siguieron dos más; todo en apenas unos minutos.

Lo miró. La sangre se escurría por los dientes, remarcaba las líneas de los labios. Ella le puso las manos en el pecho y empujó hasta dejarlo hincado. Se incorporó. Le mordió el labio, la barbilla, el cuello y fue bajando por el pecho, el ombligo, para trazar una línea hacia el nacimiento de la erección coronada con un glande del tamaño de una pelota de golf. Se metió la pelota en la boca, la hizo llegar hasta la garganta.

El hombre gigante se contorsionaba, le puso la mano en la cabeza. Arremetía con fuerza dentro de la boca de ella, que le encajó las uñas en las nalgas, lo que aumentó todavía más el deseo de penetrarla. Al notarlo, ella se le adelantó. Retiró la cabeza de la verga de él y lo empujó hacia el colchón. Se puso de pie. Le escurrieron de nuevo unas gotas densas desde el cuerpo, que cayeron estratégicamente en la punta del pito, que parecía un panecillo de Navidad, glaseado con el color rojo de la ropa del señor de los juguetes.

De un solo movimiento ella dobló las rodillas y se penetró hasta el fondo. Sentía la presión de la punta de él sobre el cuello del útero, cómo empujaba para llegar más adentro: dolor y gloria; gloria y dolor. Él jaló una almohada y se la puso debajo de las nalgas, con lo que pudo entrar todavía más profundo. Ella se inclinó para besarlo de nuevo, provocando que la base del pene le rozara el clítoris. Otro orgasmo. El cuarto del día.

Escritor consagrado y escritora novata desafiaron las leyes de la física y de la prudencia por horas. Él bebió la sangre de ella cual vampiro posmoderno; ella dejó que él calara todos sus orificios disponibles con los apéndices más extravagantes de su cuerpo: manzana de Adán, nariz, codos…

El mediodía se convirtió en atardecer; el atardecer en noche; la noche en amanecer de horizonte rojo y dolor de coxis y la certeza de que el sexo duro del pasado inmediato provocaría que no pudiera sentarse en varios días.

Salió de ahí mientras él todavía descansaba el sueño de los bien cogidos, para evitar el riesgo de que volviera a despertarse y en lugar de comer o tomar algo, decidiera volver a hacerla el plato principal del siguiente día.

Se miró al espejo del elevador mientras descendía. Piso 21… 20… 19… Sus pupilas chisporroteaban, hacían un contraste vampírico con el color casi transparente de su piel, algunos rastros de sangre y las ojeras color de rosa. Suspiró y se dirigió a sí misma en voz alta, antes de que en el tablero digital del elevador apareciera la letra “L”:

“Bueno, si no te conviertes en leyenda, por lo menos ya te cogiste a una.”


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Templos #cuento #ficción

Pasó frente a un motel y se persignó. Al principio sintió culpa y creyó haberlo hecho para ayudar a aquellos que no pudieron contener el deseo prohibido que hizo vibrar sus genitales para llevarlos a cierta habitación con una compañía condenada a ser pareja ocasional de hospedaje eventual, pecaminosa por naturaleza.

Dos luces verdes y una roja después, cuando empieza a pensar en la necesidad de parar en el supermercado por la harina para preparar las galletas que le prometió a su amiga no importa el nombre, se detiene en el semáforo y al voltear a la derecha se pregunta si existirá algún código secreto entre los amantes del sexo clandestino por el color durazno, al parecer el favorito de los expertos en esa rama de la hotelería fugaz, por la gran cantidad de edificios dedicados a esos fines pintados de ese tono tan desagradable a la vista, aunque agradable al paladar que gusta de los sabores finos en los primeros segundos, pero intensos al recuerdo.

Entonces se da cuenta que el “en el nombre del Padre”, que llevó su dedo índice hacia la frente; el “del Hijo”, que dirigió el dedo corazón hacia el centro del nacimiento de sus senos; el “del Espíritu” que la hizo recargar la palma de su mano ligeramente abierta en el hombro izquierdo, y el “Santo” que movió su extremidad superior derecha hacia la parte alta del pecho, arriba de sí misma, fue provocada por el recuerdo de los orgasmos que ella ha experimentado al habitar de manera fortuita aquellos templos del deleite y del placer.


*Este cuento forma parte de mi libro Grab my pussy: cuentos eróticos y algunos relatos de sexo explícito.

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Cara o cruz #cuento #ficción

¿La fecha? Un día de principios de febrero. ¿La hora? 14:30 de la tarde. ¿El lugar? Uno de los rascacielos que bordean el hermoso Paseo de la Reforma, la avenida más emblemática de la Ciudad de México. ¿El motivo? Jugar con fuego. ¿Lo que sucedió? He aquí esta historia:

Dos días antes, el mensaje inesperado del personaje inimaginable: “Ya quiero que sea lunes”. Corazón acelerado, choque de adrenalina sin control.

La noche anterior: el insomnio. Recordar cómo se veía su rostro en versión carne y hueso. Las preguntas que resuenan tan fuerte en la cabeza que no dejan escuchar los pensamientos.

Unos minutos previos: apagar el auto con manos temblorosas. Mirarse en el espejo retrovisor con un gesto nuevo, uno de esos gestos que incitan a la aventura, a buscar lo desconocido. Poner un pie en el suelo y sentir la fuerza de los tacones sobre el concreto. Caminar erguido, sonrisa incontenible. Alisar el vestido, retocar los labios. Revisar en el teléfono móvil y encontrarse con la notificación correspondiente al: “Ya estoy aquí”.

Subir a la cima de la escalera eléctrica. Avanzar algunos pasos al encuentro lejano de miradas. El sonido de pasos acorta la distancia convertida en el vórtice que converge en el otro. Latidos como tambor en desfile militar. El entorno desaparece. Saludo. Beso en la mejilla del lado izquierdo, mano con los dedos abiertos en la espalda. Caminar del brazo por una calle conocida que de pronto muestra colores nuevos.

Llegar a la puerta del restaurante. Sentir todos los ojos encima. Gozar con cada poro el presente inmediato. Saborear el instante como si pudiera controlarse el tiempo.

Sentarse a la mesa en dos sillas contiguas. El “este es mi restaurante favorito” que rompe el pudor. Servilletas en las piernas. Botella de vino. Agua mineral de burbujas miniatura. Ostiones sobre una cama de hielo. Dejarse consentir por el deseo convertido en hombre. Choque de copas en un sonido casi imperceptible. Los labios apenas tocan el borde del cristal, la lengua danza con el sabor dulce que en segundos se convierte en ácido; el líquido se desliza por la garganta como listón de seda.

Seducir con las papilas gustativas, con la sonrisa que se abre para saborear el primer bocado: frescura de tacto suave con sabor a mar de Baja California y olor a sal de grano con trufa, lo más parecido a la gloria. Juguetear con las palabras y las pupilas, con las yemas de los dedos en la piel del antebrazo, pronunciar la consigna: “anótame en la lista de quienes quieren hacerte el amor”, provocar rubor, sorpresa, una sensación cercana a caminar sin alas.

Romper las reglas de etiqueta y cruzar tenedores para compartir el deleite de una elección acertada: combinación de textura rugosa y lisa con aroma a cilantro y origen de memorias. Crear la expectativa del encuentro que seguirá al levantarse de la mesa. Prometer un tal vez en el pastel de chocolate con frutos rojos. Repartir las gotas de la felicidad antes de dar una respuesta.

Salir del lugar con un ligero mareo, más por culpa de Cupido que del vino. Poner un beso en la comisura de los labios. Caminar por la acera otra vez del brazo. Detenerse en la esquina. El semáforo en rojo es la excusa perfecta. Echar una moneda al aire: cara será una despedida disfrazada de “hasta pronto”; y cruz, la invitación a continuar el juego, con la ropa en el suelo frente a un ventanal a 80 metros hacia el cielo.

Cruz.


Este cuento apareció publicado en la revista El Gourmet de México en febrero de 2016 y forma parte de mi libro Grab my pussy! Cuentos eróticos y algunos relatos de sexo explícito. Si lo quieres leer lo encuentras aquí:

Homenaje al hombre que dije adiós #relato

Hace poco amé a un hombre de nariz monumental y corazón de acorazado. Amante de las brujas, su cuerpo calmo trasmutaba en milagro. Cuando lo abrazaba por la espalda y ponía un beso en el centro, justo en la línea vertical que desemboca en la cintura, de su piel extraía temperaturas propias de un lugar cercano al centro de la Tierra.

Este individuo que amé tiene un nombre que rima con generosidad, con pasión, con entrega absoluta. Yo sabía que en sus brazos podía andar a ciegas y no corría riesgo ni siquiera de un leve rasguño.

Pensé en él llegando a recogerme algo encabronado por el tráfico, pero feliz de ya al fin besarme; entrando a casa con los ojos sonrientes y en las manos un edredón nuevo o un poema recién escrito; hablando apasionadamente de una idea o defendiendo una convicción hasta con las ofrendas más inverosímiles.

¡Y cuando provocaba que mi ropa terminara en el suelo y me poseía más allá del cuerpo! Él me enseñó que algunas leyendas sí son reales; a desaparecer del mundo en dedos ajenos.

De él aprendí sobre mí, porque así como juntos podíamos ascender al lugar con más altitud de la gloria, también podíamos descender a la fosa abisal más profunda del infierno.

Este ejemplar del sexo masculino que adoré hace no mucho posee mi despedida más dulce y más punzante; mis recuerdos más deliciosos y los más terribles; mis temblores más gozosos y los más aterradores.

Hoy me acordé de él porque hallé un poco de sus cenizas en los restos de la hoguera donde hace no tanto tiempo ardimos juntos: cenizas con fragmentos de las palabras que no volveremos a pronunciar.

Selfie Mónica Soto Icaza en Zacatlán
Fotos de cuando la ficción se parece más a la realidad…

 

Ten cuidado con lo que deseas #cuento #ficción

“¡Aaaaaah! ¡Manueeeeeeelaaaaaaaaaa!”

Antes de descubrir en qué lugar iba a incorporarse, el Genio lanzó un grito entre orgásmico y furioso. Era la quinta vez en una semana que esa mujer le provocaba humillación pública. Se manifestó entre el humo que lo acompañaba cada vez que aparecía ante alguno de sus amos, y unas carcajadas agudas de quien se había convertido en su peor pesadilla: Manuela Portillo, hembra de belleza extraordinaria y clítoris alegre.

La primera vez que la vio se creyó afortunado: en sus 347 años de servicio como Genio de Lámpara Maravillosa no había visto jamás a una persona tan bella; pero de inmediato se dio cuenta que había sonreído demasiado pronto; al escuchar el primer deseo se supo perdido. De eso no había pasado tanto tiempo, pero para él parecía una eternidad.

–Hola, Gen, ¿cómo has estado?

Ahí estaba él: parado junto a un futón de rayas, con la entrepierna del pantalón morado de raso húmeda, y los ojos todavía un poco en blanco.

–Ya te dije que no hagas esto en horas hábiles, estaba dando una conferencia en el Congreso de Genios del Mundo Occidental, ¡y me hiciste eyacular frente a todos mis colegas!

–¿Y no te encanta? ¡A nadie puede molestarle un orgasmo a las cuatro de la tarde!

–¡A mí! ¡A mí me molesta! Bien sabes que a este pantalón todo se le nota.

–Eso te pasa por ridículo, por usar esa ropa horrenda y ese pantalón de hace mil años.

–Es mi ropa de trabajo, y estaba en un Congreso, al que, además, me hiciste abandonar.

Terminó de hablar y fue entonces que se hizo consciente del entorno. El aire tenía un ligero olor a sexo. Manuela estaba acostada en el futón, desnuda; se metía los dedos a la boca, uno por uno, y cada vez suspiraba con los ojos cerrados.

Conoció a Manuela un año antes; era nieta de su antigua dueña, quien le dejó la lámpara como única herencia. Cada vez que lo llamaba él volvía a rogarle lo mismo: su segundo deseo debía ser revertir el primero; hasta el placer más exquisito se vuelve hartazgo cuando es excesivo y a la fuerza.

–No, Gen, no quiero usar mi segundo deseo todavía. De todas formas ni siquiera sé dónde dejé tu lámpara.

–¿Qué? ¿Además la perdiste?

–Ya no la necesito…

–¿Sabes qué? Me voy. Tú sólo me haces perder el tiempo.

El Genio desapareció dejando el humo más denso y desagradable que tenía en su repertorio. Mientras viajaba en el vórtice de imágenes y sonidos regresó a su memoria el primer deseo de Manuela, y a pesar de lo mal que le caía, no pudo evitar la curva ascendente que se dibujó en las comisuras de sus labios: “Deseo… que cada vez que tenga un orgasmo, tú también tengas uno y vengas hasta donde yo esté”.

No hubiera podido imaginar que meses después peligraría su salud mental; creyó que al fin la vida le había hecho justicia y que su propio deseo sería realidad, cuando pronunció las palabras que serían su perdición: “¡Concedido!”


Este texto forma parte de mi libro Grab my pussy!, cuentos eróticos y algunos relatos de sexo explícito.