¿La fecha? Un día de principios de febrero. ¿La hora? 14:30 de la tarde. ¿El lugar? Uno de los rascacielos que bordean el hermoso Paseo de la Reforma, la avenida más emblemática de la Ciudad de México. ¿El motivo? Jugar con fuego. ¿Lo que sucedió? He aquí esta historia:
Dos días antes, el mensaje inesperado del personaje inimaginable: “Ya quiero que sea lunes”. Corazón acelerado, choque de adrenalina sin control.
La noche anterior: el insomnio. Recordar cómo se veía su rostro en versión carne y hueso. Las preguntas que resuenan tan fuerte en la cabeza que no dejan escuchar los pensamientos.
Unos minutos previos: apagar el auto con manos temblorosas. Mirarse en el espejo retrovisor con un gesto nuevo, uno de esos gestos que incitan a la aventura, a buscar lo desconocido. Poner un pie en el suelo y sentir la fuerza de los tacones sobre el concreto. Caminar erguido, sonrisa incontenible. Alisar el vestido, retocar los labios. Revisar en el teléfono móvil y encontrarse con la notificación correspondiente al: “Ya estoy aquí”.
Subir a la cima de la escalera eléctrica. Avanzar algunos pasos al encuentro lejano de miradas. El sonido de pasos acorta la distancia convertida en el vórtice que converge en el otro. Latidos como tambor en desfile militar. El entorno desaparece. Saludo. Beso en la mejilla del lado izquierdo, mano con los dedos abiertos en la espalda. Caminar del brazo por una calle conocida que de pronto muestra colores nuevos.
Llegar a la puerta del restaurante. Sentir todos los ojos encima. Gozar con cada poro el presente inmediato. Saborear el instante como si pudiera controlarse el tiempo.
Sentarse a la mesa en dos sillas contiguas. El “este es mi restaurante favorito” que rompe el pudor. Servilletas en las piernas. Botella de vino. Agua mineral de burbujas miniatura. Ostiones sobre una cama de hielo. Dejarse consentir por el deseo convertido en hombre. Choque de copas en un sonido casi imperceptible. Los labios apenas tocan el borde del cristal, la lengua danza con el sabor dulce que en segundos se convierte en ácido; el líquido se desliza por la garganta como listón de seda.
Seducir con las papilas gustativas, con la sonrisa que se abre para saborear el primer bocado: frescura de tacto suave con sabor a mar de Baja California y olor a sal de grano con trufa, lo más parecido a la gloria. Juguetear con las palabras y las pupilas, con las yemas de los dedos en la piel del antebrazo, pronunciar la consigna: “anótame en la lista de quienes quieren hacerte el amor”, provocar rubor, sorpresa, una sensación cercana a caminar sin alas.
Romper las reglas de etiqueta y cruzar tenedores para compartir el deleite de una elección acertada: combinación de textura rugosa y lisa con aroma a cilantro y origen de memorias. Crear la expectativa del encuentro que seguirá al levantarse de la mesa. Prometer un tal vez en el pastel de chocolate con frutos rojos. Repartir las gotas de la felicidad antes de dar una respuesta.
Salir del lugar con un ligero mareo, más por culpa de Cupido que del vino. Poner un beso en la comisura de los labios. Caminar por la acera otra vez del brazo. Detenerse en la esquina. El semáforo en rojo es la excusa perfecta. Echar una moneda al aire: cara será una despedida disfrazada de “hasta pronto”; y cruz, la invitación a continuar el juego, con la ropa en el suelo frente a un ventanal a 80 metros hacia el cielo.
Cruz.
Este cuento apareció publicado en la revista El Gourmet de México en febrero de 2016 y forma parte de mi libro Grab my pussy! Cuentos eróticos y algunos relatos de sexo explícito. Si lo quieres leer lo encuentras aquí:
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