Autofiesta literaria

Me autoinvité a la fiesta literaria de mi país. Es más, organicé mi propia fiesta. Me explico. Soy escritora independiente: no solicito becas del gobierno, no pertenezco a grupos artísticos, soy emprendedora cultural, autopublicar mis libros es mi actividad económica principal, por la que pago impuestos y genero trabajo para más personas. ¿Por qué? Como compusiera Candelario Macedo Frías Aréchiga para Paquita La Del Barrio en Tres veces te engañé, “la primera por coraje, la segunda por capricho, la tercera por placer”, aunque en mi caso fue la primera por capricho, la segunda por coraje y la tercera, y subsecuentes, por placer.


Sabía que mi vocación era ser escritora, quería tener un libro y me lo hice. Ignoraba el funcionamiento del mundo editorial, no vengo de familia de intelectuales o políticos, con la tía autora o el abuelo exgobernador, sino de una enfocada en la supervivencia cotidiana, como la mayoría; mi papá había quedado desempleado y un año antes inició su propia empresa, una pequeña fábrica y distribuidora de productos para la construcción, gracias al financiamiento de un ángel que decidió tenerle fe a la experiencia de toda una vida de mi papá en esa área laboral.


¿Me sirvió de ejemplo mi padre, quien empezó a trabajar en esa industria a los veintitantos como vendedor y llegó a director general para ser lanzado al desempleo a los 53 años, después de tres décadas de entregarse a los negocios de otros? Definitivamente. Si él ya había aprendido a la mala y dolorosa que, si tienes la posibilidad de gestar tus metas y no depender de la voluntad ajena, debes hacerlo, ¿por qué no me iba a atrever a fundar mi propio proyecto editorial?


Fundé una editorial independiente y empecé a publicar a otros autores, siempre cuidando de no aceptar financiamiento de gobiernos ni empresas que quisieran coartar la libertad de los contenidos. Quince años trabajé, aprendí, luché, lloré a aguaceros, hasta que decidí dedicarme solo a mis propios libros; el sueño de la editorial independiente era imposible de cumplir con las condiciones de respeto mínimas que yo deseaba para los autores; es muy precario que reciban regalías del 10% del precio de venta al público o que la editorial reserve los derechos patrimoniales de la obra por siete, diez, quince años y se venda el libro o no, esté en exhibición o en una bodega, el autor queda imposibilitado para moverlo por su cuenta. Y yo quería vivir de mi trabajo.


Total, terminé como autora autopublicada y tarde vine a enterarme de que ese es el pecado capital de un escritor con ínfulas de grandeza, porque de inmediato entras en una clasificación de “artista de segunda” que impacta en tu reputación, como si creer en ti y en tu trabajo e invertir en él fuera algo para avergonzarse. Marcel Proust, sin embargo, autopublicó su primera obra, Los placeres y los días; también Margaret Atwood, Edgar Allan Poe y hasta la mismísima Virginia Woolf optaron por tener la iniciativa de hacer sus propios libros.


La concentración de las propuestas literarias en pocas empresas limita la diversidad, los temas de discusión, la calidad de las obras; quienes denuestan a los escritores que no somos publicados por editoriales públicas o privadas se están perdiendo de un enorme fragmento de las expresiones culturales del mundo. Hay una manera distinta de hacer las cosas, una manera que roza la valentía y la imprudencia, pero funciona. Sé que funciona porque lo he demostrado, mi primera novela erótica, Tacones en el armario, ha vendido más de 30 mil ejemplares, he asistido a las ferias de libro más importantes del país con ventas de más de mil ejemplares en días, y aun así por ser independiente me marginan, por ejemplo, los medios de comunicación, porque no existe en mis portadas el nombre de una editorial famosa. Y esa es solo la punta del iceberg.


Hoy quiero decir que los escritores independientes existimos. Existimos creadores que optamos por la libertad y no por condicionamientos para ver nuestro nombre amparado por algún corporativo que avale la calidad que ya tenemos. No soy la única, conozco más de una historia como la mía.


Tengo 21 años dedicándome a este oficio y he visto ir y venir gobiernos de todos los partidos, funcionarios de todos los niveles, promesas rotas de todas las calañas, directores comerciales de editoriales, editores, y aunque ellos van y vienen, las personas como yo seguimos aquí. Por eso hoy, estimado lector, te quiero invitar a mi fiesta.


*Este artículo fue originalmente publicado en el periódico Reforma.

@monicasotoicaza
Mónica Soto Icaza es escritora. Ha publicado varios libros de literatura erótica y defiende la libertad personal de todos los individuos.

Una vida en palabras: confesiones de una mujer tartamuda… #reportaje

¿Cómo te conviertes en un guerrero, en una guerrera? Me respondí esa pregunta la noche del 14 de agosto de 2014, mientras presentaba la tercera edición de mi séptimo libro.

Cuando me tocaba hablarle a un auditorio lleno de gente, recordé a la niña de nueve años que fui, parada frente al salón de cuarto año de primaria, que no pudo decir una frase que para la mayoría podría ser muy sencilla: “Hola, me llamo Mónica y soy nueva”. Esa noche, 25 años después, recordé el instante en que comenzó la primera gran lucha de mi vida.

El habla es el sistema de comunicación por excelencia, el más práctico, el más inmediato, el que se presta a menos interpretaciones. Entonces, ¿qué pasa cuando algo falla y las palabras no salen como las estás pensando?

Según datos de la Fundación Americana de la Tartamudez, este desorden de la comunicación afecta a menos del 1% de la población adulta del mundo, y de ésta, a una mujer de cada cuatro hombres. Cuando supe estas cifras, en la adolescencia, me miré al espejo y me dije lo injusto de la situación: si afecta a tan poca gente, ¿por qué me había tocado a mí?

El tartamudeo, tartamudez o disfemia es un trastorno de la comunicación que provoca interrupciones involuntarias del habla, repetición de sonidos o sílabas o silencios prolongados.

A veces la interrupción está acompañada de tensión muscular, gesticulación excesiva y otras reacciones del cuerpo; incluso puede provocar movimiento de las extremidades inferiores, como si se estuviera pisando una araña, para que salga la palabra atorada en la lengua.

Este esfuerzo excesivo y que en ocasiones no funciona, provoca a su vez serios problemas en la autoestima de las personas. Por un lado al que tartamudea le apena que se note que tiene una dificultad, y por otro lado, el que está enfrente no sabe cómo reaccionar.

Vaya que puedo hablar del tema. A partir de mi primer día de clases de cuarto de primaria empecé a vivir con el tartamudeo cada día: definió mi comportamiento social. Me convertí en una niña tímida e insegura, con miedo a dirigirse a los demás para que no se dieran cuenta. Me volví callada e introspectiva, el silencio eliminaba todo el riesgo.

Un acto tan simple como hacer una llamada telefónica era un martirio. Varias veces me sucedió que la persona del otro lado de la línea colgó; claro, si lo que oyes a través de la bocina es al “mudo” o a alguien respirando fuerte, la primera reacción es terminar la llamada. Para mi fortuna aún no existían los identificadores de llamadas y no podían saber que el mudo involuntario era yo.

La tartamudez, sin embargo, no era algo nuevo para mí. Desde que tuve uso de razón conviví con ella porque mi abuelo también la sufría. Un día de visita en su casa encontré un libro sobre la mesa del comedor: “Solución al tartamudeo”, de Martin F. Schwartz, y lo empecé a leer. Él me vio y con una sonrisa preguntó si lo quería. Por supuesto respondí que sí.

Esa misma noche empecé a leer, y esa misma noche inició mi camino hacia la auto aceptación.

En ese libro aprendí que no había nada malo conmigo, sino que simplemente me tocó heredar uno de los rasgos que habían hecho único a mi abuelo toda su vida (claro que pensé que hubiera sido mejor heredar sus ojos azul cielo, pero bueno). También aprendí que a pesar de tartamudear podía hacer lo que quisiera, porque en la historia del mundo había varios célebres tartamudos. Y no poco célebres.

Si personas como Winston Churchill, Miguel de Cervantes, Lewis Carroll, Anthony Hopkins, Demóstenes (y no el de las caricaturas), Jorge VI de Inglaterra (la película El discurso del Rey cuenta su historia, maravillosa), Bruce Willis, Charles Darwin y Samuel L. Jackson habían sido tartamudos y se convirtieron en quienes se convirtieron, cada uno en su tiempo y en su lugar, ¿por qué no iba a poder yo lograr mis metas?

Leí el libro en dos días, pero no me tardé dos días en conseguir hablar sin dificultades.

Optar por el silencio me llevó a escribir, lo que empecé a hacer en serio y con la intención de convertirme en escritora a los 15 años. Con el papel y la tinta no había límites, podía construir personajes a mi capricho. En el correr de la pluma sobre la página no había nada que se trabara. También me volví lectora empedernida: en el mundo de los libros no había estrés, silencios incómodos ni miradas de lástima.

Porque sí. Suele suceder que la gente cuando está frente a un tartamudo reacciona de maneras inesperadas. Gabriela Morales, novia de un tartamudo que me pidió no dar su nombre, explica algunas situaciones que ha compartido con su pareja: “cuando él se empieza a trabar normalmente la persona a la que habla se pone nerviosa y lo mira fijamente, como dándole su tiempo. El problema es que ese silencio es muy incómodo”.

Gabriela cuenta que incluso hay quienes le ayudan a decir la palabra y él sigue hablando el resto de la oración como si nada.

Lo cierto es que muchas veces esta disposición de ayudar puede resultar humillante. El novio de Gabriela lo recuerda así: “hace tiempo tuve una experiencia muy incómoda. En la secundaria una maestra me presionaba mucho para que me dejara de trabar; decía que yo no era tartamudo, que pensaba más rápido de lo que hablaba. Entonces para ayudarme, me hacía pasar a hablar frente al grupo casi todos los días, a pesar de mi petición de que no lo hiciera; me hacía sentir muy mal.

“Empecé a faltar a la escuela, le ponía a mi mamá muchísimos pretextos. Era muy estresante llegar a esa clase, sabía que sí o sí la profesora me pasaría al frente sin justificaciones, y lo peor era que a ningún otro alumno le exigía así. Mi mamá se dio cuenta que le ponía mil pretextos y me obligó a no faltar; aunque yo le contaba lo que hacía la maestra, ella decía que seguramente la profesora sabía lo que más me convenía.

“Esto hizo que todo fuera más difícil, porque mi mamá y la maestra acordaron que seguirían ´ayudándome´.

“Hasta que en una clase pasó lo que tenía que pasar. Imagínate la escena: yo parado frente al grupo, mudo. Recuerdo a la maestra de pie entre las bancas, mirándome fijamente con una sonrisita de ´me voy a ir al cielo por ayudar a este niño´; mis compañeros se miraban unos a otros, esperando a que yo hablara. Los minutos pasaban y la situación seguía igual, yo mudo al frente, la maestra con la sonrisa ya un poco menos pronunciada, y mis compañeros ya inquietos.

“La maestra habló: ¿A qué hora vas a empezar? Yo a estas alturas ya tenía los ojos llenos de lágrimas y por más que lo intentaba, no lograba decir una sola palabra, me daba pavor trabarme y hacer reír al grupo, lo que de todas formas pasó. Me salí corriendo del salón, las risas de mis compañeros eran insoportables.

“Afortunadamente fue la última vez que me pasaron al frente”.

Gabriela comenta que para ella el tartamudeo de su novio nunca ha sido un problema, que cuando se traba le da su tiempo para que pueda articular las palabras. Y cada vez le sucede menos.

A los 18 años me llegó el momento de elegir profesión, de entrar a la Universidad. Me gustaba el Periodismo, escribir, los libros; sentía una profunda admiración por Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Elena Poniatowska, Truman Capote, y quería convertirme en periodista para de ahí brincar a la ficción.

En lugar de irme a una escuela de Periodismo escogí Ciencias de la Comunicación. Me matriculé ahí con la firme intención de quebrar mis temores más profundos, de luchar contra mis peores miedos, aunque mis calificaciones fueran de por medio.

No diré que fue fácil, sobre todo cuando algunos de mis compañeros se empezaron a burlar de mí. Me convertí en la que hacía los trabajos escritos para que otros pasaran a exponer; en la que ponía el dinero para las copias; en la que estaba detrás de la computadora. Era más cómodo así, no me arriesgaba a trabarme frente a un grupo lleno de veinteañeros.

Otro aspecto importante fue que mi especialidad de Periodismo estaba unida a la de Radio. Así llegué a la clase de Locución.

Cuando se dio cuenta que me costaba mucho trabajo hablar, al maestro le dieron ganas de ayudarme, y aunque lo hiciera muy mal me ponía buenas calificaciones. Una sesión hablé con él para pedirle que no me regalara dieces; le pedí que me reprobara si no lo hacía perfecto. Me miró con cara de sorpresa por varios segundos, y aceptó.

El día que me entregó el demo final, con varios comerciales grabados por mí, fue uno de los más importantes de mi vida: esa mañana supe que había vencido mi primera gran batalla contra el tartamudeo.

A los pocos meses publiqué y presenté mi primer libro. Recuerdo esa noche de junio de 2001 como uno de los primeros momentos en que debía hablar en público y el tartamudeo no estaba presente en mis pensamientos. Ya empezaba a dejar de ser un problema que definiera mi vida.

Un día después de mi último examen final empecé a trabajar, por lo menos mi temor de pasar de estudiante a desempleada no se hizo realidad. Me convertí a los 22 años en la correctora de estilo de la sección cultural de una revista de política.

Primer día de trabajo, primer obstáculo a vencer. Mi jefe entre otras cosas me entregó una lista de contactos y números telefónicos para hacer llamadas. Recibí la hoja de papel con dedos temblorosos y sentimientos encontrados. Tenía ganas de salir corriendo, pero no iba a desperdiciar la oportunidad.

Me senté en el escritorio, con el teléfono enfrente y la hoja de papel en las manos. Marqué el primer número. Estaba ocupado. Marqué el segundo. No respondieron. Sucedió lo mismo con el tercero y el cuarto. Me empezó a dar risa la situación, yo casi hiperventilaba cada vez que mis dedos apretaban los botones de un contacto nuevo, y luego nadie respondía, parecía una broma del destino.

Hasta la quinta vez escuché el “Sí, ¿diga?”, que tanto temía. Me quedé en silencio unos segundos, hasta que logré articular las palabras.

Colgué emocionada a punto de las lágrimas. Logré el objetivo de comunicar el mensaje encomendado por mi jefe; aunque me trabé un poco, salí bien librada. Tenía 22 años, y la segunda batalla había sido conquistada.

La terapeuta del lenguaje Alicia Sordo precisa que la mayoría de los casos inicia antes de los 10 años, y que el 60% de quienes lo desarrollan lo superan espontáneamente antes de los 16. También hay un factor hereditario, que se incrementa entre familiares en primer grado.

Las causas del tartamudeo son desconocidas. A pesar del avance de la ciencia no se han podido explicar con precisión.

Alicia explica: “es más sencillo entender que un paciente empiece a tartamudear por falta de seguridad o baja autoestima, sobre todo si hereda este rasgo, lo que provoca que los problemas psicológicos vengan después. Es un mito que los nervios o el estrés puedan causarlo; lo que no es un mito es que tenerlo causa nervios y estrés. Esto hace necesario tomar terapia psicológica para tratarlo, sobre todo cuando causa sufrimiento”.

El caso de Norma Hommel es tartamudeo hereditario. Lo sufre ella, su padre era tartamudo y su hija lo es. Lo cuenta así: “Cuando descubrí que mi hija lo hacía, me armé de valor para no volverlo a hacer yo; yo creía que ella nos imitaba a mi padre y a mí. Eso me sirvió para darme cuenta que no debería seguir haciéndolo, por lo que trabajé con más empeño en quitármelo lo más posible.”

El momento en que comenzó a trabarse no está muy claro en su memoria: “no recuerdo haber tartamudeado de niña, empecé a hacerlo más grande, como a los 16 años. Me di cuenta cuando mis hermanos se empezaron a burlar de mí”.

Entonces ideó estrategias para dejar de hacerlo: “Por ejemplo, cuando me empezaba a trabar, o sentía que me iba a trabar, hacía algo para distraerme, podía ser un manotazo en la pierna o un pisotón”.

En 2004, en la época en que terminaba la Maestría en Periodismo, fundé Amarillo Editores, mi proyecto de vida profesional, y con él, llegaron las presentaciones de libros, donde yo debía dirigirme al público por el simple hecho de ser la editora del título en turno.

Las primeras presentaciones me ponía muy nerviosa y eso hacía que se me complicara más, pero conseguir dejar de trabarte de vez en cuanto te va dando auto confianza, lo que elimina un poco la cuota del miedo, lo que a su vez elimina el tartamudeo; aunque no para siempre y no siempre en las mismas circunstancias.

Así, tenía presentaciones mejores que otras, porque cuando tienes este trastorno, hay días en que no tartamudeas para nada, y días en que sucede todo el tiempo.

Con los años empecé a tener logros importantes para mí, lo que me llevó a adquirir mayor seguridad e hizo crecer mi autoestima.

En el 2007 me invitaron a una entrevista en una estación de radio para hablar de la Editorial. Al terminar se me acercó la productora y me ofreció un espacio de dos minutos para leer poesía. De inmediato el fantasma de la tartamudez vino a mi mente, pero de todas formas respondí que sí, era una oportunidad magnífica para mirar de frente a mis miedos, para vencerlos. Dije que sí.

Así fue como durante un año grabé para una estación de radio nacional la cápsula “Libros, talento y compromiso”, en la que leía fragmentos de poemarios publicados por Amarillo Editores. No sólo vencía mi miedo, sino que promovía la lectura de poesía.

Al principio me preocupaba tanto por no trabarme, que no imprimía sentimiento; mi voz se escuchaba mecánica, hablaba demasiado despacio y sin emoción. Pero después, con el tiempo y la ayuda del técnico en los controles me fui soltando y llegó el punto en que grabé las cápsulas en una sola toma, sin trabarme para nada.

Tercera batalla contra el peor de mis miedos: ¡Conquistada!

Para superar el tartamudeo existen diversas alternativas, terapias y estrategias. El novio de Gabriela hacía ejercicios de vocalización, como los de los cantantes; se volvió experto en trabalenguas: “practiqué hasta que logré sentir que podía dominarme; mi lengua ya no hacía lo que se le daba la gana, sino que empezó a obedecer mis órdenes”.

La estrategia de Norma fue distinta: “algo que me ayudó mucho fue dedicar mi tiempo a leer, porque además de aprender más palabras, puse más atención; no enfocaba mi atención sólo al tema central del libro, sino que me fijaba en la escritura, en la formación de las palabras. Lo hacía porque me asumía más fuerte que mi tartamudez.

“Otra estrategia era no darle tanta importancia”.

Para mí fue básico hablar más despacio, abrir bien la boca, respirar antes de expresar mis ideas, detectar qué combinaciones de letras me costaban más trabajo para buscar otras que me salieran mejor.

La psicoterapeuta Alicia Sordo prefiere el tratamiento de la aceptación: “un paciente tartamudea mucho más debido a los esfuerzos que lleva a cabo para dejar de hacerlo, así que si eliminamos ese factor, si deja de ser causa de sufrimiento, es más probable superarlo.”

Hoy entiendo que el tartamudeo me tocó a mí no por azares del destino, sino porque las dificultades forjan el carácter; lejos de ser obstáculos, son detonantes del éxito: te conviertes en alguien acostumbrado a trabajar para cumplir sus metas.

Las batallas poco a poco dejan de ser tan encarnizadas; el tartamudeo de pronto se va quedando en segundo plano y llega un punto en el que te olvidas de él hasta en días enteros. Es un proceso que lleva tiempo, pero con tenacidad es posible.

Cada vez que estoy en la presentación de otro libro frente a cien, 200, 300 personas o más; en una entrevista en alguna estación de radio o en algún canal de televisión, o colaborando con algún programa de cualquier tipo, pienso en lo maravilloso que es disfrutar el haber ganado la guerra.

Sé que disfruto cada segundo de un discurso porque conozco todo lo que implicó para mí, y eso me hace sentir con poder sobre mi propia vida. Llega un momento en que el pensamiento es: “sí, tartamudeo, ¿y qué?”

¿Cómo te conviertes en un guerrero, en una guerrera? Cuando tomas tus circunstancias en las manos y explotas al máximo tus capacidades, sin límites.

Algunos recursos en línea donde se encuentran casos, descripciones y soluciones al tartamudeo son:

Confesiones de una escritora auto-publicada

Me hice mi primer libro a los 20 años pensando en que algún día una importante editorial me publicaría alguna novela y me volvería una escritora famosa. En esa época no podría imaginar que me convertiría en una autora auto-publicada por convicción, y menos que veinte años después disfrutaría del placer de mirar la historia que he construido y sonreír ante la infinidad de trasgresiones que he cometido e hicieron nacer a esta mujer de 40 años y deleite infinito.

Me gusta ser una escritora de las lectoras, de mis lectores. Lo más emocionante que puede sucederme es saber que alguien experimente alegría, libertad, furia con una historia, que se asombre con un inicio o un desenlace, que me escriba al terminar de leer para compartir conmigo ideas y sensaciones.

Me gusta ser una provocadora innata. Desde niña me ocupé de hacer, por eso, cuando en la adolescencia leí el libro sobre un hacedor, definí un futuro construido sobre la valentía, el atrevimiento, fuera de zonas de confort.

Me gusta conocer las partes de atrás de los centros comerciales entregando libros en librerías (he descubierto que mientras más bonita y lujosa es la plaza de compras, más feas son sus catacumbas); hacer fila, con vestido y tacones, junto a mensajeros y choferes para entregar libros; sencillamente porque si me espero a que alguien lo haga por mí, o a tener el éxito económico con mis libros para lograrlo, el tiempo sigue pasando, los sueños se van alejando y las posibles realidades se hacen imposibles poco a poco.

Por eso ver mi libro en una mesa de novedades de una librería o en un estante me inyecta un pasón de adrenalina que me lleva a volverme adicta a hacer, hacer y hacer lo que más me gusta: escribir historias, releerlas, corregir las publicables, congraciarme con las no publicables (las coloco en la computadora en una carpeta llamada “textos random”); formar colecciones de poesía, de cuentos, proyectar los posibles nombres, imaginar el formato del libro (tengo predilección por los ejemplares fuera de formato); buscar la imagen de portada perfecta (ya sea una fotografía tomada por mí, o la obra de alguien más); hacer la formación; escribir los textos editoriales; mandar diseño de interiores y portada por WeTransfer a la imprenta de Fernando (tengo once años trabajando con Impresos Morales, que usa tintas amigables con el medio ambiente porque Fer es Ingeniero Ambiental); comprar el papel (las señoritas del mostrador y yo hemos envejecido al mismo tiempo, el otro día se asombraban de lo grandes que están mis hijos: me conocieron aún soltera); recoger los interiores de la imprenta, llevarlos a encuadernar con Antonio (quien lleva colaborando conmigo 15 años, y ahora no nada más es mi proveedor de doblez y encuadernación, sino un amigo invaluable junto con su esposa y sus tres hijos, a quienes vi graduarse de la Universidad); ir a recoger los libros con la emoción de conocerlos (claro, cuando no se me ocurre hacer ediciones que tengan que ser terminadas a mano, adivinen por quién); después hacer cartas de propuesta para venta en librerías; armar boletines de prensa; entregar todos esos documentos en empresas y medios de comunicación; llevar libros a las sucursales de Gandhi, El Sótano y el Fondo de Cultura Económica, las tres librerías que me han abierto las puertas, gracias a Toño Cerón, Luz Elena Silva e Israel Taboada, y todo lo demás que es necesario para que los libros tengan la posibilidad de llegar a las manos de la mayor cantidad posible de lectores.

Sé que a muchos escritores no les gusta hablar del esfuerzo que trasciende la escritura. Sé que para muchos resulta humillante vender sus propios libros, entregar sus propias invitaciones, servir el vino en sus presentaciones. Sé que muchos se sienten frustrados con sus editores, con sus colegas, pero hablar del trabajo detrás de dar a conocer un libro nos pone como comunidad en una dimensión distinta a los ojos de quienes nos hacen el regalo de leerlos.

Cuando quieres dedicarte a escribir, no basta con tener mucho talento, tiempo para escribir y encontrar quien te publique tu libro, sino tienes que buscar que la gente tenga tus ejemplares en las manos, que los lean, no puedes darte el lujo de no involucrarte.

Sé bien los sacrificios de no buscar un camino más institucional, uno donde tuviera el cobijo de empresas públicas o privadas, y más en un país donde la mayoría de la gente venera la fama, a las grandes corporaciones, y menosprecia la independencia. Pero no me importa. Yo vivo encantada con el placer de crear nuevos esquemas, con la satisfacción del esfuerzo, y sobre todo, con el valor de mi libertad. Cada logro, por pequeño que sea, me permite conocer la gloria.

Si alguna vez has leído uno de mis libros, has invertido tu dinero, tu tiempo, un fragmento de tu vida con los ojos sobre mis líneas, me has invitado a hablar de ellos o los has recomendado, tienes que saber que cuentas para siempre con mi aprecio y mi gratitud. Cada libro en tus manos es una recompensa a esta lucha por sembrar lo impensable y cosechar lo posible.

Mónica Soto Icaza

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Confesiones de una mujer que ama los tacones

Desde niña sé que soy una mujer rara. No soy políticamente correcta ni anarquista. Ni celosa ni partidaria del drama, pero no permito, bajo ninguna circunstancia, que las ofensas se queden en el silencio. Como soy demasiado equilibrada para ser artista, escribo mis desequilibrios y los comparto en forma de poesía. Ayer fui mala esposa, hoy soy una soltera corregida y aumentada. En ocasiones una mala madre y casi siempre la mejor que conozco. Sé que mi cara no es la más linda ni mi cuerpo el más escultural, pero son los únicos que tengo, y los amo con sus poros abiertos y estas piernas de muslos abundantes que han caminado conmigo casi la mitad del mundo.

Dicen que soy sensual y estoy de acuerdo: me gusta el sexo y lo hago sólo con quien se me da la gana y cuando quiero. He sido más generosa que egoísta, en ocasiones mucho más de lo que otros merecían. He tenido la cartera vacía y también llena, sé que esa precisa circunstancia depende nada más de mí. Me gusta detenerme a mirar el cielo durante varios minutos al día, escuchar conversaciones ajenas en lugares públicos, sonreírle a extraños por curiosidad pura.

Confieso que me enamoro fácil, que me asombro fácil, que no me gustan las complicaciones y huyo de los problemas, por lo que es probable que jamás logre algo demasiado “importante” en la vida. Estoy tan segura que después de la muerte está la nada, que converso con mis muertos, aunque sean sordos. No comprendo a quienes no creen en Dios, pero no me peleo con nadie por lo que cree o deje de creer: seguramente ellos tampoco me comprenden a mí.

Como soy todo lo que tengo, valoro cada instante que comparto conmigo, y si al mismo tiempo coincido con familia y amigos, entonces la felicidad se multiplica. Me llamo Mónica y me gusta la vida. Cuando yo muera, no habrá quien se lamente por mis sueños sin cumplir o mis días sin gozo, porque no existen: he vivido sin miedo, amado sin medida; he hecho el amor con magia y conjurado mi presente, que se convierte en un futuro lleno de luz.