El juez del 57, de Francisco de Icaza Reza #cuento #Homenaje

El juez de aquel pequeño poblado de Arkansas miraba distraído por la ventana hacia el lote de estacionamiento donde esa mañana había dejado su flamante automóvil Cadillac, de descomunales colas recargadas con cromo y luces de reversa en color ámbar, que alguien le había obsequiado con la negra intención de que él a su vez declarara culpable de homicidio al joven negro, de sobresaliente estatura, delgado y sonriente como si fuera talla en madera de ébano, proveniente de la tierra natal de sus ancestros, en el África meridional.

Hacía tres días que en Little Rock el ejército de la Guardia Nacional había forzado la entrada de estudiantes de piel oscura en las escuelas reservadas para alumnos de raza blanca. En medio de las revueltas que aquello originó, se perpetró el horrendo crimen de una señora de la más encumbrada sociedad, que fue encontrada en su recámara, amordazada y con visibles signos de lucha y violación, que al decir de los investigadores de la policía federal, culminó con el estrangulamiento de la infeliz mujer, por medio de un grueso cordón forrado de satín, que por aquellas épocas se utilizaba para afianzar las pesadas cortinas de pana y terciopelo, que se usaban en las mansiones dignas de mención por los tabloides especializados en las actividades privadas de las personas consideradas como de la aristocracia singular.

En el sitio del artero asesinato, descubrieron un fuste elaborado con cerdas de cola de elefante con el que supuestamente había sido lacerada la mujer. Aquello se consideró como prueba irrefutable de que el homicidio había sido perpetrado por un negro y en especial por aquel, el altivo comerciante en objetos de importación, a quien días antes se le había sorprendido en la mansión teatro del delito amenazando a la víctima porque se había negado a pagarle un servicio de decoración.

El juez, como casi todos los magistrados de esa región, eran miembros de la ahora repudiada secta del Ku klux klan, a quienes la situación les había venido casi a la medida, para solapar y a la vez justificar sus aviesos propósitos de declarar, de una vez por todas, la supremacía blanca en cada uno de los confines de la todavía atribulada región del sur en la Unión Americana.

La sala del juzgado, como era de suponerse, estaba abarrotada hasta el último de sus resquicios, el calor había sobrepasado ya los 40 grados y todos esperaban el veredicto del jurado, que el mismo juez había seleccionado y que para casi todos era ya un rutinario trámite burocrático, ant4es de condenar al acusado a morir en la horca construida en la plaza principal, y ante la encolerizada muchedumbre que afuera del recinto judicial se encontraba desquiciada profiriendo todo tipo de alaridos e insultos para el cruel asesino de color, cuya túnica bantú de llamativas grecas magenta y negro le hacía destacar su singular figura y extraña distinción.

Luego de escuchar la sentencia, los asistentes al juicio, tanto los de adentro como los de afuera, celebraron con gritos y balazos al aire el triunfo del bien sobre el mal, se abrazaron y se besaron para luego ser conminados a guardar silencio, pues las leyes del estado le conferían al acusado la prerrogativa de decir unas últimas palabras, antes de ser trasladado al llamado callejón de la muerte dentro de la cárcel municipal.

El esbelto representante de la raza Bantú, ahora condenado a muerte, sí tomó la prerrogativa de sus póstumas palabras y sobre el banquillo de acusado, se puso de pie, esperó al silencio absoluto que el juez había ordenado y que los fotógrafos de la prensa ahora aprovecharon para tomar miríadas de placas, iluminadas por bulbos desechables de inconel.

—Bien, dijo el negro con sorprendente serenidad y sin perder su extraña sonrisa. —Se me ha acusado, se me ha condenado y se piensa deshacerse de mí en la horca.

El defensor de oficio que se le había adjudicado aprovechó para tomarse un gran trago de ginebra de un ánfora que siempre cargaba en el bolsillo.

—Lo celebro y les felicito, había que encontrar al culpable y en mí recayó la culpa, solamente que hay un detalle que posiblemente se pasó por alto; el señor fiscal, como consta en las actas de este juicio, destacó la cobarde y artera violación sexual de la que fue objeto la señora Pinkerton y que yo como un chacal sin alma en su habitación llevé a cabo. Lo que no pensaron fue que para cometer una violación a una mujer, por necesidad el violador tiene que ser varón y yo para desgracia de su proceso judicial, soy también mujer.

Dicho lo anterior, dejó caer la túnica de grecas magenta y negro sobre el suelo, dejando a la vista de todos la ahora sí, admirable escultura africana de ébano, completamente desnuda y con la mirada perdida en la nada, con cierta sonrisa en los labios y entre ahora, más fotografías de la prensa especializada, de todos los diarios de la nación.

 


Autor: Francisco de Icaza Reza, quien dejó este plano terrenal el 14 de marzo de 2018. Sirva este texto como un homenaje al autor, talentoso escritor y mejor persona.

Este cuento apareció en la antología 60 minicuentos y un rebelde, de Amarillo Editores, publicado por mí en 2008.

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