En el nombre del padre y del hijo

A Juan le daba pavor acercarse a la sacristía. Desde que le dijeron que detrás de esa puertita que parecía de oro estaba el espíritu santo, obedeció con devoción absoluta e involuntaria el letrerito de puño y letra del Padre Tarcisio: “prohibido el paso a toda persona ajena a esta Iglesia”. Le preguntó a su hermana qué significaba eso de “ajeno”, porque a él le sonaba medio diabólico, pero sólo consiguió que su hermana riera a carcajadas y lo mandara a buscar la palabra al diccionario. Como si en la escuela la maestra tuviera la delicadeza de enseñarle a usar un diccionario, si a duras penas les enseñaba a escribir. Y de preguntarle a mamá ni hablar; si no estaba maquillándose las pestañas, no despegaba los ojos del teléfono que le regaló el Padre Tarcisio como premio por recolectar tan buenas limosnas en las misas. Así que entre el espíritu que estaba escondido ahí y la palabra diabólica en la puerta, Juan mejor ni se acercaba a la sacristía.

La sacristía de la que hablamos, con una puerta de madera tan grande y tan pesada que se miraba descontextualizada junto a la construcción adyacente, se encontraba en los terrenos de una Iglesia blanca con una torre que ni siquiera se alcanzaba a ver desde la carretera. Era la iglesia de un pueblo pequeño, enclavado en alguna montaña, demasiado lejos de Dios y cerca de las ambiciones de las autoridades clericales y de los dueños del poder de decisión de los usos y costumbres del lugar.

Todos los domingos antes de la misa de 12 los tres acólitos que le ayudaban a Tarcisio se echaban un “chin, chan, pú”, para ver a quién le tocaba auxiliar al Padre con la sotana. Los otros dos siempre se quejaban de que Juan nunca perdía, pero ignoraban que el miedoso Juan, además del temor, tenía la habilidad de recordar los patrones en las posiciones de las manos que elegían sus contrincantes, y así salía siempre victorioso.

Pero como siempre y nunca son las palabras más traicioneras del mentado diccionario que tanta gente no sabe usar porque se supone que deberían enseñarlo en las escuelas y las maestras no lo hacen, esa mañana Juan se distrajo rascándose un piquete en la pierna, y se despistó en el último round. Cuando cerró el puño para hacer “piedra”, se encontró con la mano extendida del acólito contrincante, quien pronunció las inocentes palabras que convertirían a la vida de Juan en suelo lleno de nueces maduras: “papel envuelve a piedra, ¡perdiste!”.

Los párpados de Juan tardaban más de lo normal en parpadear, se quedó parado con los ojos enormes, sordo a las risas y hurras de los otros dos acostumbrados a perder. Sentía las piernas agarrotadas, y sus manos se empezaron a convertir en agua más caudalosa que la del río junto a la casa que compartía con su mamá. Todo por culpa del tonto mosquito que eligió la parte más delicada de su pierna para degustar la deliciosa sangre que corría por sus venas justo en ese instante. 

Sintió cómo la palma de una de las manos de los otros niños se posó con nula delicadeza sobre su mollera. Caminó muy despacio, arrastrando mucho los pies, y de ahí al piso frente a esa puerta muy grande de madera con el letrero colgado con una tachuela.

Juan había escuchado por chismes de los sacristanes y las chismosas que rondan por todos lados, que antes de la misa de 12 se escuchaban sonidos extraños adentro de la sacristía, pero como él jamás se acercaba, no le había tocado escucharlos nunca.

Entonces la curiosidad pudo más que el miedo, y se acercó, olvidándose del espíritu santo y de la palabra “ajeno” del letrero y del peso brutal de la sotana y del fracaso en el “chin, cham, pú”. Giró la manija.

Lo primero que vio fue una espalda desnuda, a la que seguían unas nalgas sobre el escritorio metálico. Una mata de pelo castaño caía, no muy larga, sobre los hombros. 

Al avanzar un poco más, vio al padre Tarcisio, sin camisa, que empujaba la pelvis hacia el escritorio y aventaba la espalda hacia atrás. Detrás del padre estaba un señor que Juan había visto algunas veces en el edificio de gobierno, vestido con un sombrero café, prenda que en ese preciso momento descansaba en la cúspide del perchero junto a la puerta desde donde Juan miraba, que chocaba con la espalda de Tarcisio. Abrazando a ese señor, también por la espalda, estaba otra señora de pelo castaño y ojos muy maquillados que a Juan le resultó tan conocida que no encajaba con la situación, y que al ver que su hijo la miraba en esa escena tan comprometedora, pegó un grito tan fuerte que las otras cuatro personas en la habitación, Juan incluido, corrieron hacia direcciones distintas, los adultos buscando la primera prenda de ropa que encontraran, el niño para cruzar la puerta de la sacristía, a la que en ese momento sí juró, no volver a entrar jamás.

Mientras corría para alejarse de ahí lo más pronto posible, Juan todavía alcanzó a escuchar la tan conocida voz que tantas canciones de cuna le cantó antes de que cumpliera los ocho años: “¡Tarcisio, alcanza a tu hijo!”.

Cuando conoció la respuesta a esa pregunta que había hecho mil veces: “Mamá, ¿quién es mi papá?”, Juan sólo pudo pensar en la vergüenza que debió darle al pobre Espíritu Santo, escondido detrás de la puertita que parece de oro, estar en el mismo cuarto donde sus papás y los otros señores hacían lo que los adultos normales hacen con las puertas cerradas con seguro.

*Foto de Anna Shvets en Pexels