Poderosa…

Soy poderosa. En mí habitan todas las mujeres de mi historia: las que aman, las que odian, las que lloran, las que ríen a carcajadas, las que gozan, las que sufren, las que viven, las que desean morir.

Sin embargo, este fragmento de historia que me toca; este cuerpo que habito, esta mente que me habla, este corazón que a veces me rige y otras tantas yo domino, esta voluntad que me lleva y trae me pertenecen, y por eso hoy me libero de miedos herencia, hoy me libero de inseguridades forasteras y vuelvo a ser esa niña que algún día se miró al espejo con orgullo, antes de que el mundo la convenciera de ser inadecuada. Y soy esa mujer plena que jamás duda de sí misma ni de sus emociones y cuestiona sus propias ideas para crecer.

Soy poderosa. En mí habitan todas las mujeres de mi historia. En mí habito yo.

Y todas juntas somos invencibles.

Mónica Soto Icaza

#PorUnaVidaSexy


Foto: Sinhué Villalobos

Besémonos

Escribo este sábado #PorUnaVidaSexy a mediodía. El tema era una carta de renuncia a un enamorado tibio, de esos seductores intermitentes que te mensajean cuando coinciden con alguna publicación en redes sociales que les hace recordar que les gustas. Es la clase de hombre más aburrida para mí, la que me resulta menos excitante, confiable y sugerente.


De repente Él, mi novio semiclandestino, se acerca a mí por detrás, me rodea con ambos brazos y atrapa intempestivamente mis labios entre los suyos. El beso es largo y profundo, con el equilibrio perfecto entre dientes, humedad y paladares; perfecto, también, porque es Él. Se separa de mí y va al sillón de enfrente para darme espacio para terminar este texto. En cuanto lo veo sentarse las miles de mariposas en mi vientre revolotean de alegría y es cuando lo decido: la despedida al galán mediocre puede esperar. Hoy quiero hablar de los besos, de los soberbios, grandiosos, estupendos besos.


No de los besos de amor hacia hijos, padres, hermanos, sobrinos, tías, amigos, sino de los ósculos de pasión, esos que liberan oxitocina, serotonina, dopamina, las hormonas de la felicidad que son capaces de componer hasta el día más nublado –del cielo y/o del corazón– para provocar pasos más ligeros, sonrisas más auténticas y, por consiguiente, ese magnetismo que nos vuelve irresistibles al prójimo.


Hay besos de piquito, de belfos, de colmillos. Besos por obligación, rutina, espontaneidad. Besos de novedad, sorpresa, cotidianos. Besos como invitación a la lascivia y otros como resignación al adiós. Besos por consenso y besos robados. Besos entre los ojos, en la nariz, en el cuello. Besos en el plexo solar, los muslos, entre las piernas. Besos que terminan historias y besos que salvan vidas.


Son tan importantes los besos en el desarrollo de las relaciones de pareja, que existe una ciencia que los estudia: la Filematología. Gracias a ella se han hecho algunos hallazgos sorprendentes. Los besos con mucha saliva, por ejemplo, hace que los hombres transmitan testosterona y además, que midan la cantidad de estrógenos de una mujer, con lo que instintivamente saben si son sexualmente compatibles para procrear a la mejor descendencia.


Los besos también mejoran el sistema inmune, regulan la presión arterial, queman calorías, tonifican los músculos faciales (mientras más apasionados, mejor), previenen las caries, disminuyen el estrés, aminoran distintos tipos de dolores, como dentales, de cabeza, menstruales, y además generan una conexión más profunda entre los involucrados. Por eso vale la pena invertir unos minutos al día en este ejercicio de amor propio y al enamorado en cuestión.


Me distraigo. Voy hacia Él para, de nuevo, conseguir algo más de inspiración. Diana Krall canta Fly me to the moon, Él me abraza de nuevo, se balancea al ritmo de la música. Bailamos con los ojos cerrados y los labios tan adheridos como los ombligos. “In other words, please be true/ in other words, in other words/ I love you.” Termina la canción. Vuelvo a sentarme frente a la computadora y recuerdo que también existen los besos de colores, como el negro y el blanco. De esos hablaré en otra ocasión.


Por lo pronto, Él responde una llamada mientras yo tecleo con ímpetu las palabras finales de esta página y me preparo para soltar las amarras de la responsabilidad para arrastrarlo hacia la superficie de su cama. Lo miro. Me mira. Nos incendiamos. Suspiro y dejo aletear la palabra mágica desde mi garganta, hasta su piel: “¡Besémonos!”

☆ Columna originalmente publicada en la revista Vértigo Político.

Confesionario erótico de una libidinosa irredenta

1.

Soy una mujer excepcionalmente lúbrica. Me gusta el sexo desde muy joven. El reconocimiento al deleite que me causa inició como lo mejor de la vida: por azar. Tenía 12 años. Clase de educación física en la secundaria. El colegio se inscribió en el concurso interescolar de baile y tres días de la semana daban clases especiales de danza a las adolescentes seleccionadas, entre ellas yo.

La escena se desarrolló en el gimnasio. Dieciocho niñas acostadas en el suelo. Yo vestía los shorts del uniforme de deportes. Llegó la hora de las abdominales para fortalecer el bajo vientre. La maestra gritaba enérgica: Uno, dos, tres, cuatro. Estiren bien las rodillas. Cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once. No se detengan. Doce, trece, catorce. La que pare va a tener que iniciar de nuevo. Quince, dieciséis, diecisiete. Muy bien, ¡sigan así! Dieciocho, diecinueve. En el veinte mi audición se redujo como cuando en carretera cambias de altitud intempestivamente. Veintiuno. Veintidós (léanse con un sonido sordo y un suspiro ahogado en medio). Veintitrés y el lugar donde algunas veces había cólicos menstruales se contrajo con un impulso dulce que una triada de segundos después se liberó, dejando a su paso una humedad copiosa en el puente de algodón de mis calzones de púber. Las uñas clavadas en el suelo. Los ojos cerrados. Las rodillas se estiraron fuerte y luego se fueron doblando lento. Los pies en el piso. El ¡Mónica, empieza de cero! La sangre trepó a mi cara. El volumen habitual volvió a mis oídos. Perdí la cuenta de abdominales y me estiré como estrellita de mar sobre las tablas.

Esa mañana en el salón de gimnasia de la secundaria hallé una de las pistas del rumbo que habría de tomar mi vida, y claro, inició mi adicción al abdomen plano.


2.

Me decidí por la literatura erótica porque los libros y el sexo son lo que más me gusta, así que tenerlos juntos me resulta, por decir lo menos, orgásmico. Cualquier mediodía de cualquier época del año me sirvo un café, un tequila o un vodka tónic y me siento frente a la computadora a narrar una fantasía o un recuerdo delicioso. Lo primero que me asombra es la cantidad de universos que pueden crearse en las setenta y ocho teclas de mi ordenador rosa con pantalla retina de once pulgadas, mi pequeño capricho de escritora con pocas manías y una estabilidad mental y emocional inusitada para un artista. El segundo asombro proviene de la vista que miro desde mi ventana: un panorama mitad cielo, mitad síndrome de acumulación compulsiva de edificios, avenidas y jacarandas que es capaz de inspirar hasta al más insensible.

La secuencia acontece, teclazos más, minutos menos, así:

Los personajes, un hombre o una mujer, o tres hombres y una mujer, o dos mujeres y seis hombres, se ubican en un escenario que puede irse transformando conforme avanza el relato; cuando confeccionas una historia hay una gran posibilidad de que adquiera voluntad propia y el sorprendido sea quien se creía, Vicente Huidobro dixit, un pequeño dios.

En la narración de hoy habrá solamente una ella y un él. Ella cierra la puerta de la habitación con seguro. Se acerca a él, que la espera de pie junto a la cama. Se abrazan. Las manos de ambos viajan hacia las nalgas mutuas; los labios hacia los labios del otro. El beso es de lenguota, de esos que hinchan la boca y te dejan como Angelina Jolie. La blusa de ella y la camisa de él se desvanecen. Los torsos desnudos. Braguetas de los pantalones abiertas. De la de ella se escapa un calzón de encajes rosa fuerte; de la de él unos boxers negros de gran resorte con las letras de una marca de ropa cara. Los dedos de él muy abiertos aprietan las tetas de ella; los dedos de ella el pene erguido. Los pantalones se disipan. Él le quita los calzones a ella. Ella le quita los bóxers a él. Él la pone de espaldas, el tórax de ella se inclina hacia la cama, se sostiene con los brazos semiflexionados. Él le acaricia la espalda, el coxis, la cadera. Ase fuerte los costados de ella. Coloca el glande en la vulva. Se introduce lento. Ella cierra los ojos, sonríe leve, la separación de los labios suficiente como para que pueda escabullirse la rebeldía de un gemido.

En plena acción erótica en comunión de mis huellas dactilares en el teclado, las imágenes que se suceden en mi mente, la perspectiva de lo que causará el cuento en quien lo lea, de repente siento un hormigueo en el pubis, percibo un escurrimiento difícil de explicar con palabras en las paredes de mi vagina. Una de las dimensiones de mi mente desea seguir escribiendo hasta la extenuación, pero otra desea levantarme de la silla, encaminarme hacia el sillón de la sala o mi recámara y terminar con los dedos lo que inicié con el cerebro. Si no tengo prisa gana la segunda. Ya bien autoatendida regreso a concluir también lo que dejé iniciado.

Varias veces me han hecho una misma pregunta, dado que los creadores en su mayoría son propensos a consumir sustancias psicotrópicas.


—Mónica, ¿qué te metes para escribir?
—Hombres.

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*La foto es de Juan Carlos Rocha, Séptimo Pecado 🔥

Duelos, renuncias, lejanías…

“También el alma tiene lejanías…”

Francisco A. De Icaza

De eso está confeccionada la vida. De bocacalles con múltiples destinos que se borran en el mismo instante en que ponemos los pies en el camino de nuestra elección. Así, el tú que serías si hubieras tomado otro rumbo muere en ese instante, y nace otro tú, el que calza tus zapatos y responde al llamado de tu nombre.

Algunas renuncias están hechas con fuerza de voluntad, pero también existen los duelos impuestos, esos que por más que te resistes no son opción tuya. Esas lejanías suelen ser las más dolorosas, las que te hacen manejar tu corazón con pinzas al rojo vivo, las que al final de cuentas moldean tu experiencia en algo más fuerte y que se parecen mucho más a ti que cualquier otro de los esqueletos externos que vas desperdigando por donde pasas.

Eso me sucedió al divorciarme, cuando llegué a este departamento de piso de madera y paredes blancas, muy altas, construido el mismo año en que las bombas atómicas culminaron con la Segunda Guerra Mundial.

Por eso es tan importante esta noche, mi última aquí, en este sitio que me sirvió de refugio para volver. Por eso hoy imaginaré mi cuerpo en esos hombres que creyeron poseerme y terminaron siendo ficciones para deleite de mi memoria. Bien lo dijo alguien alguna vez: cuando me conoces no sabes si terminarás siendo uno de mis personajes.

Aquí dejo los torrentes que caían de la espalda de Tristán al agarrarme de la cadera para poseerme hasta hacerme gritar; se quedan también los dedos como pinzas de Bastián en mis pezones; Uriel y nuestros espasmos en el sillón de la sala y la forma en que corría al baño después porque le daba asco el semen, trauma legado de siete años en un seminario en Italia; Cillian y sus problemas matemáticos escritos con plumones de colores en la piel de mi espalda; las mordidas en la espalda del Limerente; los dedos de Oswaldo provocándome el primer squirt de mi vida; Yan y sus 1.60 y su enseñanza de que la correlación entre el tamaño del pie y el miembro viril es una leyenda urbana; la mirada enamorada de Brais, llena de dudas certeras y de tanto miedo; el coraje acumulado de Lisandro que se convirtió en lujuria; Cedric y su piercing y su lengua y su cuerpo caliente junto al mío; la ternura de Acfred, con la perfecta combinación de seducción; el arrepentimiento de Agni, con su olor a sudor y ropa limpia que pasó de provocarme deleite a causarme repulsión; la espontaneidad de Ulises, mi único one night stand; los músculos de Areu, que llegó con un líquido para provocarme estallidos y huyó despavorido de amor; el chorro de Colombia y la manera en que temblaba porque “nunca me lo habían agarrado así”; el “todavía estás en mi top three” de Catriel, que volvió a hacerme el amor para que yo quisiera que fuera la última vez; los músculos de Rímper, con sus reparos y su magia para convertirme en cascada; Axel y sus masajes de pies a cabeza, que me dejaban semi dormida y lujuriosa; y el último orgasmo que tuve sobre esta cama, confeccionado con las yemas de mis dedos y la voluptuosidad de mis recuerdos.

En mi bocacalle particular decidí no volver a ser la esposa, la mujer a la que los demás le tengan consideración especial porque es la pareja de alguien. Sé bien que en mis elecciones borré mis huellas de ese camino para siempre. Sé que habrá temporadas de soledad y otras de compañía, que el amor está conmigo de una manera distinta, pero con una certeza fuera de dudas.

Después de duelos, renuncias y lejanías reconozco a esa otra mujer de espíritu gigante que me habitó siempre y no me cabía adentro. Hasta hoy.

La foto es de Sinhué Villalobos 🌹

Historias de Clítoris 2

Hola. Soy Clítoris de Mónica y quiero contarte que ayer en la noche me consintieron mucho. Soy afortunado. Ella había tenido un muy mal día, de esos que suceden cuando decides trepar tu destino a una alfombra mágica y resulta que el viento era demasiado fuerte para mantenerla en pie y por poco se estrella contra el pavimento de una calle cualquiera. Entonces por fortuna encontró una lengua dispuesta a hacerla olvidar a través de mí. Ya sabes que esa es mi vocación y única meta en la vida: provocar placer, humedad y olvidos. Pero olvidos lindos, como de angustias, problemas o desamores.

La lengua de la que hablo pertenece a un señor de mirada brillante, voz indiscreta y piel cálida, uno de esos seres que tienen un cuerpo y bailan y brincan y corren; un corazón y comparten y aman y asombran; un cerebro y comprenden y provocan y ríen a carcajadas. Alguien fuera de este mundo viviendo una experiencia terrenal.

Antes de llegar a mí abrazó a Mónica, quien le puso la cabeza en el hombro y recibió como respuesta un beso en la frente y un suspiro. Después de un rato de conversación y algunos roces casi furtivos de labios, pasaron del pasillo iluminado en la estancia, a las sábanas blancas de la oscura recámara principal, de paredes de madera, ventana circular y el librero en donde por igual se encuentran fotos viejas, esculturas, libros y toda clase de objetos mágicos y muy personales, testimonios del sujeto que los posee.

Decía que se acostaron. No, no se desnudaron de inmediato, o bueno, sí, de otra manera. Se hicieron el amor con las palabras, con las pupilas, con complicidad naciente y tan sólida que hasta podía verse en las partículas del espacio entre la cama y las cortinas. Una vez alcanzados los acuerdos de pronto sentí cómo la ropa sobre mí desaparecía. Me saludaron con suavidad y lascivia. Los dedos de esa mano pueden ser delicados o fuertes, me tocan como si me conocieran desde hace años, aunque experimentamos nuestros primeros encuentros.

Mónica acercó más el cuerpo a él, buscando atrapar la erección entre los muslos para restregarme con ella; él se levantó rápido, pasó a saludarme con esos labios prodigiosos, que junto con los labios de Mónica han convertido en amor a la lujuria, y en indispensable a lo que podría haber sido la aventura de una noche. Ahí me besó con movimientos en vertical, horizontal, con círculos y succiones; me hizo crecer, endurecerme, y yo hice que mi dueña levantara la cadera y dirigiera al universo unos quejidos suaves que también lo excitaron más a él.

Este hombre me gusta. En mi vasto encuentro y reencuentro con individuos masculinos he conocido pocos que me miman así. Al parecer han podido convencer a las mujeres de que son más convenientes y poderosas si consiguen el clímax solo con penetración y así pueden obviar la escala por mí, como si el acto sexual nada más consistiera en llegar, besar los pezones, la boca, entrar por la vagina, explotar dentro y abrazarse después, o agarrar el celular. ¡Si supieran que quien me frota, manipula, orgasmea una, dos tres veces, se gana un sitio eterno en mi gloria personal!

Como él, que esa noche convirtió el cuerpo, el cerebro y el corazón de Mónica en un solo terremoto; en huracán, en tromba en pleno otoño. Y a mí, que soy algo difícil de comprender y con una alta dosis de capricho, me descifró con la sincronía de las gaviotas cuando vuelan al ras de las olas del mar.

*Columna originalmente publicada en la revista Vértigo Político.

Mujer esquirla #PorUnaVidaSexy

“Tu negocio no sirve para nada. Eres un fraude. Eres mala en la cama. Odio hasta tu peinado. No me gusta cómo eres con los niños. Eres un desastre en la vida. Eres una puta. Eres insuficiente, no te importa más que tu trabajo. Eres una loca. Eres tonta. Coges mal, no me gusta tu ritmo. Me molesta tu cara. Llévate todas tus cosas. No quiero ver ni una de esas mierdas aquí. Llévate nada más lo que tú te compraste. Después de años de matrimonio no te mereces nada por puta. Te voy a matar. Te voy a perseguir. Voy a hacer que vivas con miedo, con temor, con fracaso. Eres una perdedora. No haces nada bien. Solo sirves para gastar el dinero, para estirar la mano. No aportas nada. Eres mala para todos. Ni tu mamá cree en ti. Estás sola. La gente que amas siempre elige a otros. No eres suficiente, por eso no te eligen a ti. Eres problemática. No entiendes razones. Solo quieres hacer lo que se te da la gana. No puedes cumplir tus sueños. Tus metas no son importantes. Eres una mala mamá. Abandonas a tus hijos. Pierdes el tiempo. Vives en las nubes. Eres estúpida. Estás confundida. Tomas malas decisiones. No te vas a ir porque no puedes. Sin mí no eres nada. Sin mi ayuda te vas a morir de hambre. No tienes a dónde ir. No sabes ganar dinero. Con dos hijos nadie va a quererte. Tienes la nariz enorme. Ya ni siquiera conservas el buen cuerpo que tenías. Te vistes como prostituta. Escribes puras pendejadas. Nadie va a querer comprarte tus libros. Si te matara, te haría un favor…”

El hombre que amaba apretó el gatillo y yo me convertí en esquirlas de mujer. En fragmentos de ser humano con el único fin de sobrevivir el día. Porque en un país de machos a las mujeres libres hay que destruirlas. Hay que quebrarles la voluntad y las piernas; ensuciar su sexo y sus sueños. Porque a una mujer que goza del erotismo puedes maltratarla, convertirla en blanco de dedos índices purificados por la tibieza de vivir sin consecuencias.

Me convertí en una mujer débil. Una mujer fea. Una mujer triste. Una mujer sola. Metí la sonrisa en el sitio más seguro: las páginas de los libros, ese lugar en donde no había corazones rotos ni palabras equívocas, en donde podía ser libre a mis anchas. Ignoraba que cada tomo devorado configuraba en mí a una mujer rebelde. Una mujer idealista. Y poco a poco volví a ser una mujer con alas de papel y tinta, con tantas capas que alcanza a volar alto, y también con predisposición a caer desde esa altura. Soy una mujer que se ha raspado las rodillas. Una mujer que ha perdido todo para conservarse a ella. Una mujer que ha llorado a solas. Una mujer que ha dado la mano, aunque en el otro extremo no hubiera otra mano abierta. Soy una mujer puta. Una mujer ligera. Una mujer de libido desbordada. Una mujer de fotos atrevidas. Una mujer libre. Una mujer con suerte. Una mujer con el corazón de multifamiliar. Una mujer que quiere a más de un hombre y ama a uno. Una mujer que juega con sus hijos a escribir el mundo. Una mujer arrepentida. Una mujer rebosante de certezas. Una mujer de imaginación traviesa. Una mujer que ya no tiene miedo. Una mujer que ya no está triste. Una mujer multiacompañada. Una mujer joven. Una mujer guapa. Una mujer que sigue con la sonrisa metida en los libros. Una mujer metáfora. Una mujer personaje. Una mujer carcajada. Una mujer sarcasmo en la punta lengua. Una mujer energía de la naturaleza.

Soy una mujer hasta nunca. Una mujer hasta siempre. Una mujer en sus marcas, listos, fuera. Una mujer búnker. Una mujer meta. Una mujer hola. Una mujer adiós. Una mujer Yo.


*Este texto fue originalmente publicado en la revista Vértigo Político.

Martes

Mis martes solicitan dueño:

busco a un compañero para practicar

la danza del vientre en su cadera.

Deberá ser un hombre que crea en la magia

para comprender a mis dedos

cuando se multipliquen por cinco.

Otro requisito es que sepa jugar al mudo

no me importa ser la primera, décima

o su mujer número 60,

quiero creer que mis caricias

son las mejores de su vida.

Mi hombre / compañero será halcón,

aroma de café tostado,

cama recién tendida

y silencio listo para tocar una primera nota.

Se reciben candidatos

los martes de nueve a una.

Los demás días de la semana

seré artífice de mis propias historias,

mi propio colibrí.

#poesíaMSI


Este poema aparece en mi libro Jamás pretendí ser inmaculada, más de 200 páginas de fotos y poesía. Lo encuentras aquí:

La foto es de Carlos Sain.

Historias de Clítoris 1

Hola, soy el clítoris de Mónica. Me llamo así, Clítoris, porque a ella no le gustan los nombres propios, patronímicos ni diminutivos que algunas personas usan a veces para referirse a los órganos sexuales propios o ajenos. Yo estoy de acuerdo con ella. Alguna vez un señor me dijo “Amiguita” y me costó mucho trabajo vibrar con su lengua. Aunque cada quien, ¿no?

Sé que cuando le preguntan a mi poseedora cuál es la parte favorita de su cuerpo y ella responde “los ojos” o “las piernas”, en realidad está pensando en mí. He sentido cómo me aprieta mientras contesta, como si quisiera disculparse conmigo por ser políticamente correcta. A mí no me interesa lo que responda; a fin de cuentas, cuando estamos a solas o al elegir a un acompañante, su comportamiento es lo menos políticamente correcto. Eso es lo importante.

Me conoció a los once. Era su segunda o tercera menstruación. Mientras lavaba mi casa y los terrenos circundantes se metió el dedo corazón de la mano derecha en la vagina para ver si así lograba que la sangre se terminara más rápido. Como le gustó la sensación decidió introducirlo más adentro… y entonces la palma de su mano invocó el deseo de saber qué más había en esa área al rozarse con mi glande. No le importó que se enfriara el agua: siguió tocándolo todo. Fue así como ahí, en una regadera del segundo piso de una casa de tres recámaras pintada de blanco con columpios en el jardín, Mónica tuvo uno de los más grandes hallazgos de su vida que, como buena materialización de asombro, siempre estuvo en ella misma.

Mónica y yo gozamos impunemente durante varios meses, hasta una fatídica mañana en la clase de Moral. La escuela religiosa en la que la inscribieron sus papás con las intenciones más puras: que los valores familiares fueran reforzados, se encargó de arruinar sus corridas correrías eróticas, porque ahí le dijeron que el onanismo era un pecado, y de los graves. Como ella no deseaba irse al infierno, así, sentada en un pupitre del segundo piso de un centro educativo de tres edificios de ladrillos expuestos y una pista de carreras, la suscrita volvió a enterrarme entre sus piernas durante más años que los que hoy le gusta admitir.

Pero como no hay día que no llegue, ni plazo que no se cumpla, ni lujuriosa que lo soporte, Mónica cumplió 18 años. Sí, tuvo algunos encuentros semieróticos con los seis novios que había tenido, pero ninguno de ellos alcanzó a tocarme; yo esperé paciente el momento porque algo de entretenimiento tuve cuando mi dueña, amante del ejercicio, haciendo abdominales en la clase de educación física tenía orgasmos que no contemplaba como pecados al no ser provocados directamente por ella. ¿Ya ves por qué me cae tan bien?

Decía entonces que mi propietaria cumplió 18. Sus papás le hicieron una fiesta para celebrar la mayoría de edad, con amigos, familia y sí, su sexto novio, quien dicho sea de paso estaba algo frustrado con las continuas negativas de Mónica para irse a la cama, o por lo menos agarrarle algo más que la mano. Se acabó la reunión, familia y amigos se despidieron, los padres se fueron a dormir. Ella le dijo que lo acompañaba a la puerta para despedirlo. Ya ahí, antes de abrirla, se dieron un abrazo en la oscuridad, un beso de película romántica francesa y con las manos metidas en los mutuos jeans reaparecí en escena para no volver a esconderme jamás.

Pero ya luego te contaré de cuando conocí en piel y humedad a otro como yo, porque de tanto hablar de mí a Mónica ya le dieron ganas de saludarme con las yemas de los dedos. Y quién soy yo para hacer caso omiso a esa propuesta imposible de rechazar.


  • Texto publicado originalmente en la revista Vértigo Político en julio de 2020.

Sexo y libros

“¿Por qué escribes literatura erótica?” es la pregunta que más he escuchado. La respuesta es inminente: porque el sexo y los libros son lo que más me gusta en la vida. La justificación podría ser innecesaria, pero —en mi interior habita una exhibicionista— encuentro un deleite exquisito en contar mis intimidades.


Descubrí el sexo antes que los libros, por humanas razones. Me apasioné primero por los libros que por el sexo, por sociales razones. A los 14 años la voluptuosidad de las imágenes provocadas en mi mente por ese artefacto de tinta y papel encuadernado que tenía en las manos me hicieron adicta al deleite de leerlo todo, desde las etiquetas del champú en la regadera, hasta las dos enciclopedias de casa (pasando por carteles, folletos, boletos de estacionamiento, instructivos). Todo.


Llegaron mis 15 años. Primero de preparatoria. La profesora de literatura nos dejó leer Arráncame la vida de Ángeles Mastretta. Atrapada desde las primeras páginas, fueron unas cuantas palabras las que releí una y otra vez, intrigada: “Yo había visto caballos y toros irse sobre yeguas y vacas, pero el pito parado de un señor era otra cosa.” El resultado fue humedad inminente en mi entrepierna.


Las primeras veces son acontecimientos importantes en la vida de toda persona. Para mí esa lo fue. Descubrí que toda pieza literaria es erótica, no solamente porque contiene algún capítulo con contenido sexual propio de la cotidianidad, sino por la cantidad de sensaciones que viven en el cuerpo, como si al leer te convirtieras en uno de los personajes.


El siguiente libro que me erizó los vellos de la espalda fue Novela de Ajedrez, de Stefan Zweig, que sin contener sexo de pronto me sorprendió con los puños cerrados y las uñas enterradas en las palmas de mis manos.

Espejo


Varios años después, ya adulta, tuve el hallazgo de un ejemplar que en la portada ilustra a cuatro personajes desnudos, entrelazados entre miembros viriles, lenguas y piernas: el Erotica Universalis de Gilles Néret, un compendio de imágenes sexuales que van desde el año 5000 a.C., hasta la década de los 70 del siglo XX. En él las escenas eróticas son un verdadero festín para el lector: algunas son tan alucinantes que provocan rubor en las mejillas.


Otro de los textos que me emociona hasta las lágrimas es La esposa joven, del italiano Alessandro Baricco. Uno de sus fragmentos memorables: “La Esposa joven se preguntó dónde había visto ya ese gesto y era tan nueva ante lo que estaba descubriendo que al final se acordó, y fue el dedo de su madre que buscaba en una caja de botones uno pequeño de madreperla que había guardado para los puños de la única camisa de su marido.” Erotismo puro.
Poseo una biblioteca personal de ejemplares, tanto físicos como electrónicos, que son mi espejo particular de pasiones y perversiones.

Algunos títulos que habitan en ella son: Historia de O, de Pauline Réage, regalo de un periodista amigo; Ligeros libertinajes sabáticos, de Mercedes Abad, ganador del VIII premio La sonrisa vertical; uno de mis favoritos, que ha influido mucho el estilo de mis cuentos: La máquina de follar, de Charles Bukowski, y una cantidad más obscena que mi adorado Filosofía del tocador del Marqués de Sade, de volúmenes.


Cómo no amar el sexo y los libros, si ambos son origen y destino de la historia particular de cada uno de los mundos que interactúan al interior de nosotros. Si quien ha leído no percibe más de su humanidad en esas ficciones, que tire la primera piedra.


*Texto publicado originalmente en mi columna “Por una vida sexy” de la revista Vértigo Político en abril de 2018.

Defender la seducción

Cuando alguien me atrae no soy inofensiva. Una vez conocí a un señor que me gustó desde que lo vi, sentado en la mesa de un restaurante, esperándome.

Soy una coqueta confesa. Por eso en cuanto lo saludé supe que lo quería en mi cama. No por eso le expuse mis intenciones de inmediato o le acaricié la pierna “accidentalmente”, claro que no: tracé una estrategia para enamorarlo.

Tengo bien claro que el cuerpo ajeno es territorio tocable solo después de haber recibido autorización del poseedor. Si tomas de la mano a alguien que apenas conoces es romántico; si es la pierna o la cintura estás trasgrediendo su espacio personal. Ya de rozarle las nalgas ni robarle un beso hablamos. Aunque me moría de ganas.

Como el del erotismo y la pornografía, el límite entre seducción y acoso es muy difuso y se desdibuja fácil cuando entran en la ecuación el instinto, los impulsos, las hormonas trazando fuegos artificiales.

La comida transcurrió entre una plática con humor, inteligencia y muchas sonrisas, y sí, me dejó con deseo de más. Bien se sabe que en la seducción lo transparente y lo honesto es muy atractivo.

Pasaron las semanas. Seguíamos comunicándonos de vez en cuando, pero yo no veía claro. Tenía mil dudas: ¿le habré gustado? ¿Cómo me acerco para ser alguien agradable sin acosarlo? La literatura, como siempre, me dio el pretexto perfecto y le mandé un libro que acababa de publicar.

Le envié otro mensaje: “¿Ya recibiste mi libro?” Él respondió con un indiferente e impersonal: “Sí, gracias. Déjame ver en qué te podemos ayudar”.

Repensar

A pesar de haberle escrito en la portadilla una dedicatoria sexy, el hombre no parecía haberse dado cuenta de mis intenciones. Eso me llevó a hacer el último intento; si después de lo que iba a redactar no me hacía caso dejaría el asunto como un instante de deleite unidireccional y lo borraría del mapa.

Mi filosofía es: si una persona me dice “no”, entonces es “no”. Si le digo a alguien “no”, entonces es “no”; muchos de los problemas entre hombres y mujeres radican en que a veces queremos que nos adivinen el pensamiento, y eso provoca equívocos incómodos o réplicas aleatorias.

Mi mensaje decía: “¿Y quién te está pidiendo ayuda? Yo lo que quiero es volver a verte”. Su respuesta tardó menos de un minuto en llegar; nos pusimos de acuerdo y una semana después ya estábamos sentados de nuevo en otro restaurante, con él diciéndome que lo anotara en la lista de los hombres que querían hacerme el amor y conmigo sonrojada y caliente.

Al terminar de comer me ofreció ir a su casa. Las palabras que pronuncié fueron las culpables no solamente de que consiguiera mi objetivo de llevarlo a la cama, sino de que se quedara pensando en mí siete días más: “Sí voy a ir a tu casa, pero no vamos a tener sexo hoy, sino hasta la próxima vez”. Así fue. Una semana tras otra, hasta convertirnos en pareja y tejer a diario un “fueron felices para siempre” muy a nuestro estilo.

Transitamos por un momento emocionante de la historia; un tiempo de feminidad renovada y masculinidad que es necesario repensar. Hombres y mujeres necesitamos recordar que vivimos en la misma contaminada y poco pacífica esfera flotante en el universo y sentarnos a explorar nuevas formas de interacción.

Utilicemos la información disponible respecto a los temores y deseos de ambos sexos para unir y no para separar: la seducción y el erotismo son herramientas para la defensa y felicidad de nuestra condición de humanos. Por eso abogo por defenderlos desde la plenitud y la libertad.


*Esta columna fue la primera que publiqué en la revista Vértigo Político #PorUnaVidaSexy, hace justo dos años, en abril de 2019.

Confesiones de esta mujer de piernas abiertas

Advertencia inicial: este no es un texto erótico, sino un testimonio de mi camino hacia la libertad.

A los doce años, por un error de percepción (o de franqueza), me supe una mujer fea, gris, sin chiste. Me miraba al espejo más por necesidad de salir menos despeinada, que por encontrar algún placer en la imagen que me devolvía el reflejo: demasiado delgada, la nariz enorme, la piel muy pálida. Y, además, tartamuda.

Una madrugada de franca desesperación porque todas mis amigas de la secundaria ya tenían novio y se les llenaba el buzón del pupitre del Día de San Valentín de rosas y cartas que a mí jamás me llegaron, tomé la decisión de que, si no iba a ser bonita y carismática, no podía darme el lujo de ser estúpida.

Me puse a leer, a buscar conversaciones más profundas, a ver las noticias, lo que mi mente adolescente creyó que podría ayudarme a llenar mis huecos de autoestima y compensar mi poco agraciado físico en un mundo de imágenes. Lo que hace la inseguridad.

Así, me convertí en alguien rebelde, a veces con causa y la mayoría de las veces sin causa. Si las mujeres usaban vestido, yo me ponía pantalones; si había que pintarse las uñas, yo me las dejaba naturales; si era necesario el maquillaje, yo andaba de cara lavada. No veía la televisión ni salía a fiestas.

Mi vida transcurría entre las paredes de mi recámara, con libros, una máquina de escribir y muchos sueños en las nubes. A partir de mi primer novio, a los 14, empecé a tener uno tras otro. Descubrí el poder de la inteligencia, de resultar interesante más allá de los pocos segundos que la gente se tarda en hacerse una idea del prójimo. No importaba que anduviera con huaraches de suela de llanta, encontré mi identidad entre páginas escritas por otros.

Crecí. La frase “No eres como otras mujeres” se convirtió en una constante, una constante que me causaba beneplácito y un sentimiento disimulado de orgullo: había conseguido quitarme de encima los mandatos femeninos impuestos a las mujeres, y sí, me sentía superior por ello.

Pasaron muchos, muchos años en los que tuve más y más novios y ya alcanzaba varios de mis objetivos. Me sentía bien conmigo misma, la sensación de los retos superados me llenaba el alma. Como era, sin arreglarme, tenía tantos pretendientes que empezaba con un novio antes de terminar con el anterior y, además, cuando inició mi vida sexual me descubrí apasionada, con una energía que no se acababa y gran apertura para explorar, para sentir; tenía una seguridad sorprendente hasta para mí.

Hasta que quien yo creí el amor de mi vida se enamoró de otra. Me engañó. A mí, a LA mujer. ¿Cómo era posible? Obviamente ella no me llegaba ni a los talones; para nada era tan culta, interesante ni inteligente como yo, sino una tipa hueca. Claro que él me dijo el típico “ella no es importante, tú eres mejor, fue nada más una aventura” que yo necesitaba escuchar; a fin de cuentas, él no pensaba dejarme y sí, me creí superior de nuevo. Lo que hace el orgullo lastimado.

A raíz de eso escribí mi novela Tacones en el armario. En ella a la protagonista le ponen el cuerno; en vez de echarse a llorar se levanta pronto y decide vengarse de su marido de la manera en que yo creí peor para un hombre: teniendo relaciones sexuales con muchos… y además cobrar por ello… y además gozarlo. Ángela, la heroína, desafía también las características impuestas a las mujeres como femeninas, y ese detalle, más el erotismo con el que narré el libro (necesitaba ser honesto, explícito, totalmente libre de mis propios miedos y prejuicios), lo convirtieron en un best seller que este 2020 cumple 10 años.

En mi enojo y tristeza por el engaño de quien ahora es mi exmarido busqué ponerle el cuerno más veces de las que él me lo había puesto a mí. Yo soy como mi personaje del libro, decidida, irreverente, juguetona, y dispuse de eso a mi favor. Usaba a los hombres como un número más en una lista escrita en las notas de mi celular. No me importaba si eran solteros, viudos, casados, divorciados, ennoviados, si me intentaban seducir, yo me iba con ellos a la cama. No pensaba en las novias o las esposas, ellas no eran mi problema, yo quería divertirme y usar mi libertad a mi conveniencia.

Conocí también a varias parejas swinger, la mayoría con un antecedente de infidelidad de alguno de los miembros, personas que optaron por compartir a su novio o novia, esposo o esposa para tener una relación equitativa. La complicidad y la confianza entre aquellos hombres y mujeres fue otro hallazgo que rompió mis esquemas mentales. Pocas mujeres he conocido con más autoestima que una hot wife. El universo del amor libre se cuece aparte: si todos los involucrados están conscientes de la situación y pueden tolerarla con alegría y salud mental, es un paraíso de felicidad y placer.

Paralelo a ello empecé a presentar Tacones en el armario en muchos lugares, a hablar de infidelidad. Así recibí un eco increíble en gran diversidad de mujeres. Lugar al que llegaba de visita, lugar del que salía con mil historias, la mayoría de mujeres a quienes también habían engañado o habían sido utilizadas para engañar.

Entonces mi sentimiento de superioridad comenzó a diluirse. Aquellas mujeres, algunas más jóvenes, otras más grandes; unas más altas, más bajas, más guapas, más delgadas, de ambientes rurales o urbanos. Todas ellas inteligentes, seductoras, con una fuerza descomunal y un espíritu que no les cabía en el cuerpo. Todas ellas con problemas similares a los míos, con inseguridades parecidas a las mías, con temores como los míos. Todas ellas eran yo, y yo era todas ellas. No pude seguir sintiéndome superior, sencillamente porque no lo soy. Ninguna lo es.

Empecé a rechazar a hombres con novia o esposa; a responder “todas somos iguales” cuando me decían “no eres como las otras mujeres”. Discerní que el aprendizaje de que “las mujeres juntas ni difuntas” sirve nada más para dormir la empatía entre nosotras, que esas comparaciones: “salgo con varias, pero tú eres la mejor”, “estoy con mi esposa por los niños, pero a quien amo es a ti”, “pues ella no se tentaría el corazón por cogerme a mí”, solamente provocan dolor, inseguridad, tristeza, corazones anestesiados. Lo sé porque, así como eso me provocaron a mí, yo lo provoqué también. Y decidí dejar de hacerlo. Hoy para mí esa es la verdadera libertad.

Me encanta el sexo, vaya que sí. He cumplido todas y cada una de mis fantasías y lo sigo haciendo, pero ahora mis términos son diferentes. Ahora sé que mi libertad personal no está por encima del bienestar de otros, que mi búsqueda de placeres no tiene sentido si causo el efecto contrario en otra mujer, porque esa mujer es justo como yo. Ya tuve sexo con tantos hombres que no me interesa seguir haciéndolo si no representa una experiencia significativa. No seré más pretexto ni cómplice de quienes mienten para evadir sus responsabilidades afectivas y sus traumas no trabajados.

Los seres humanos somos seres sociales, nos encontramos y comprendemos a nosotros mismos en la mirada de los otros.

En las miradas de otras mujeres yo renací.

De gustos culposos

Las escenas de sexo del Libro Vaquero. Ese fue mi primer gusto culposo. Curiosa de las diferentes manifestaciones periodísticas y literarias, de adolescente cayó una de esas historietas que publicaba editorial Novedades (ahora lo hace HEVI Editores) en mis manos. Con todo el morbo por leer algo no prohibido, pero sí ajeno a la esmerada educación que recibía, descubrí en esas páginas las historias más apasionadas, los diálogos más ingeniosos, las mujeres en topless más exuberantes: la combinación perfecta para que una niña de 14 años comenzara a coleccionarlos, porque por fortuna siempre había números atrasados en los puestos de periódicos.

Un día en reunión familiar se me escapó un “cabrón” frente a mis tíos, entre los cuales se encontraba Alfonso, quien siempre me había tenido en alta estima por mi inteligencia y mi corrección política. En cuanto mi lengua chocó con la parte interna de mis dientes frontales al terminar de hablar, vi cómo el tío abría los ojos como platillos voladores, me miró con decepción y pronunció: “te acabas de caer del pedestal donde te tenía”, a lo que yo respondí: “¿y yo qué culpa tengo de que tú me pusieras ahí?” Mi querido pariente ignoraba que en mi normalmente buen léxico de vez en cuando aparecen palabras altisonantes, las que hoy pronuncio libre de ataduras mentales.

Los gustos culposos surgen de los prejuicios, del miedo a hacer el ridículo, del sentimiento (o la fantasía) de orgullo que implica pertenecer a cierto grupo refinado, culto y educado de la sociedad; existen en función de qué tanta culpa experimentamos al disfrutar de algo que supuestamente no corresponde al lugar que ocupamos, a la imagen que los demás tienen de nosotros.

La culpa es una traición a nuestra autoimagen, a los ideales propios, a la expectativa de los otros, por eso hay que ignorar aquello que nos provoca ese gozo prohibido, como una negación a la verdadera naturaleza que nos habita. 

Sin embargo: está ahí. 

Por eso no le platico a nadie que me encantan los huevitos de chocolate; sí, esos blancos que venden en una bolsa amarilla en el supermercado o en máquinas expendedoras por un peso.

¿Cuántas veces te has sorprendido llevando el ritmo con el pie al escuchar una canción con música adictiva, pero letra ignominiosa; mirando de reojo un capítulo de los programas de televisión que hacen toda una farsa para emparejar personas, y te da coraje si tienes que irte antes de saber si Brayan eligirá a Débora y si Débora le dirá que sí; mirándole el escote pronunciado a una mujer o la entrepierna abultada a un hombre?

Todos somos, además, el gusto culposo de alguien; puede ser del ex, que encuentra irresistible arrancarle el vestido a la fémina perversa que le rompió el corazón, o cuando compañeros del pasado prefieren negarnos ante sus amigos por vergüenza a decir que siguen enamorados a pesar de haber enumerado en diversas ocasiones un detallado y amplio inventario de los defectos por los que nos dejaron (qué oso, ¿no?).

Porque sí, hay que admitirlo: todos disfrutamos de cosas y situaciones que avergonzarían a nuestras madres, hijos o incluso a nosotros mismos, como dejar escapar el chorro de orina en la regadera o masturbarse viendo el video de una orgía, pero a fin de cuentas es sano olvidarse de las convenciones sociales y el autocontrol en algunos momentos para gozar de los placeres de la vida, por más culposos que parezcan.

Por eso hoy quiero preguntarte: ¿qué deleite te abochorna compartir?

*****

Este texto fue publicado originalmente en mi columna Por una vida sexy en la revista Vértigo Político.

(Y sí, subir mis fotos en poses sugerentes para agitar a la concurrencia también es uno de mis gustos culposos…)

Las mujeres de más de 40

Las mujeres de más de 40 vivimos cada día realizando nuestros sueños de niñas. Tenemos pocos temores y muchos aprecios; sabemos emprender el vuelo, pero ponemos los pies en la tierra para estar con quienes amamos en los momentos y lugares precisos.

Las mujeres de más de 40 somos románticas, mas hemos aprendido a escuchar también a nuestro intelecto, lo que nos hace independientes cuando es necesario y solidarias si se trata de secar lágrimas y curar heridas.

Las mujeres de más de 40 además de esculturales cuerpos, hemos forjado esculturales almas; poseemos un brillo misterioso en la mirada, y con certeza digo que más de un secreto para quitarnos la tristeza.

Las mujeres de más de 40 conocemos los tiempos difíciles, sabemos resolver problemas con sutileza; nada es demasiado grande para nuestro ímpetu ni demasiado pequeño como para pasar desapercibido.

Las mujeres de más de 40 tenemos arrugas en la frente y varias canas en el cabello, con orgullo portamos nuestras cicatrices, sobre las que han sanado amores y nacido personas.

Las mujeres de más de 40 elegimos con cuidado los apegos, defendemos nuestra dignidad con humildad y soberbia, seducimos con elegancia y de nuestros dedos surge magia cuando compartimos humedades en la cama.

Las mujeres de más de 40 somos inocentes a voluntad, encontramos la respuesta correcta hasta a preguntas necias. A veces también somos malcriadas; nos regalamos placeres enormes disfrazados de mínimos detalles.

Las mujeres de más de 40 somos expertas en varios artes solo conocidos por nosotras, sentimos la adrenalina de la libertad y jamás dudaremos en lanzarnos descalzas a cualquier abismo, desnudas y con unas alas nuevas.

La era del ego

Sí. En las redes las fotos son para llamar la atención. Los escotes son para llamar la atención. Los minivestidos son para llamar la atención. Los ojos son para llamar la atención. La belleza es para llamar la atención. El chiste fácil o la agresión gratuita son para llamar la atención. Porque llamar la atención es lo que se hace en las redes sociales. 

Quien diga lo contrario y tenga una cuenta de Facebook, Instagram, TikTok, Twitter y otras, definitivamente practica la falsa modestia. Si no es para ganar seguidores, obtener “likes”, vender algún producto o servicio, que la gente se entere de la genialidad de tus pensamientos, ¿para qué querrías publicar contenido en un sitio virtual en donde tus brillantes ideas trasciendan tu cerebro con más alcance que el de tus conocidos y amigos?

Porque si admitimos que esta es la era del ego desbordado, en la que una cuenta con más de mil seguidores representa un triunfo ante la anonimidad, entonces podremos poner el ego en perspectiva y usarlo para algo más que satisfacción personal. Si dejamos de demonizar al otro, de ser insensibles ante quienes piensan diferente sólo porque nos protege una pantalla, entonces será posible pensar dos o tres o más veces antes de escribir un mensaje destructivo.

El parámetro para responder algo en las redes sociales debería ser la respuesta a la pregunta: ¿Pronunciarías estas mismas palabras mirando a los ojos al destinatario?

Así que sí, yo sí publico lo que publico para llamar la atención, por mis muy egoístas razones: difundir la literatura, el erotismo, mi trabajo poético, narrativo y periodístico o cualquier imagen o texto que considere valioso. Y sí, cuando soy agredida respondo pensando en que la otra persona también tiene que convivir consigo misma 24/7 y no requiere de mi negatividad, porque si está siendo violenta es porque algo no le permite sentirse feliz y plena y necesita desquitarse con una desconocida.

¿Qué opinas tú, que llegaste hasta aquí por la foto que ilustra este texto?

Si fue así, entonces aprovecho para darte las gracias por leerme además de mirarme, y por esta oportunidad de pensar juntos.

Autoconjuro de madrugada

Desde niña sé que soy una mujer rara. No soy políticamente correcta ni anarquista. Ni celosa ni partidaria del drama, pero no permito, bajo ninguna circunstancia, que las ofensas se queden en el silencio. Como soy demasiado equilibrada para ser artista, escribo mis desequilibrios y los comparto en poesía.

Ayer fui mala esposa, hoy soy una soltera corregida y aumentada. En ocasiones una mala madre y casi siempre la mejor que conozco. Sé que mi cara no es la más linda ni mi cuerpo el más escultural, pero son los únicos que tengo, y los amo con sus poros abiertos y estas piernas de muslos abundantes que han caminado conmigo casi la mitad del mundo.

Dicen que soy sensual y estoy de acuerdo: me gusta el sexo y lo hago sólo con quien se me da la gana y cuando quiero. He sido más generosa que egoísta, en ocasiones mucho más de lo que otros merecían. He tenido la cartera vacía y también llena, sé que esa precisa circunstancia depende nada más de mí.

Me gusta detenerme a mirar el cielo durante varios minutos al día, escuchar conversaciones ajenas en lugares públicos, sonreír a extraños por curiosidad pura.

Confieso que me enamoro fácil, que me asombro fácil, que no me gustan las complicaciones y huyo de los problemas, por lo que es probable que jamás logre algo demasiado “importante” en la vida. Estoy tan segura que después de la muerte está la nada, que converso con mis muertos, aunque sean sordos. No comprendo a quienes no creen en Dios, pero no me peleo con nadie por lo que cree o deje de creer: seguramente ellos tampoco me comprenden a mí.

Como soy todo lo que tengo, valoro cada instante que comparto conmigo, y si al mismo tiempo coincido con familia y amigos, entonces la felicidad se multiplica.

Me llamo Mónica y me gusta la vida. Cuando yo muera, no habrá quien se lamente por mis sueños sin cumplir o mis días sin gozo, porque no existen: he vivido sin miedo, amado sin medida; he hecho el amor con magia y conjurado mi presente, que se convierte en un futuro lleno de luz.

Para escribir #porunavidasexy

Para escribir mis historias paso más tiempo frente a otras personas, en la calle u otras pieles, que frente al escritorio. Por eso escribo tanto a mano, porque me gusta la sorpresa de sentarme en la banca de un parque y trazar mundos en las páginas de mis cuadernos pendiente de los enamorados que se besan acurrucados en el pasto; de la faena del señor que vende jugos y fruta picada; de las carcajadas del niño que juega a la pelota con su madre; del hombre que ha adoptado la banca de ese mismo parque como hogar y barre las hojas, la basura y las pesadillas cada mañana.

Para escribir mis horas transcurren más frente a libros de otros, que frente a mis letras. Comparto la vida a veces con el caos, en ocasiones con la paz. Siempre con el amor. Me interesa más que mi legado sea un orgasmo en la imaginación de los desconocidos, que miles de páginas de mis “obras completas” en una biblioteca.

Porque la vida es para usarla mientras sea posible, para que al morir las palabras sean de gozo, de gratitud, de satisfacción. Para que cada nuevo amanecer sea esa nueva oportunidad de crear la obra que permanecerá el día de ya no despertar.

Porque así de fugaces e inmortales somos los seres humanos.

Hembra humana…

Soy un ejemplar de la raza humana,
hembra mestiza;
mis orgasmos son silenciosos,
poseen la humedad milenaria
de mis realidades antiguas;
sé que en mi historia de almas
siempre he sido mujer,
me lo dijo un sueño de niña,
me lo dice la sabiduría de pieles
que se conocen
sin haberse visto jamás.

Prefiero la nieve de limón blanca,
el regocijo de escuchar las gotas de lluvia
chocar contra cualquier superficie.
Me gusta decirle su hermosura
a quien considero hermoso
y prefiero el silencio
cuando de mi boca amenazan
con salir balas en vez de palabras.

Admiro a las mujeres de tenacidad incorruptible,
de ojos que esconden secretos
para salvar tristezas;
a los hombres que cambian pañales
con la misma destreza
con que llevan a cabo estados financieros
y proyecciones de ventas.

No me gustan las religiones,
pero amo a Dios;
ni los políticos
cuando sólo son políticos;
aborrezco la injusticia
y prefiero las verdades
a las mentiras piadosas.

A diario me miro al espejo en las noches
y el reflejo me susurra que si muero mañana
mis huellas ya no serán de arena.
Desde que escucho esa voz
tengo predilección por los deportes extremos
y por cumplir mis promesas.

Creo en los fantasmas,
en la vida después de la vida,
creo en lo que puedo lograr por mí misma,
y también creo en el talento de otros.

Tengo un brazo izquierdo diestro
y un derecho zurdo,
dos ojos que miran bien de cerca
y de lejos.
Un cuerpo sano
que ha dado a luz dos veces
y más de cinco sentidos
para percibir el Universo.

Escribo poemas en los cuadernos
y en las horas,
soy buena para deleitarme
y mala para sufrir,
amo amar
y no conozco el odio,
aunque estoy segura
que me he acercado a él algunas veces.

Soy una hembra humana afortunada,
con finas arrugas en los ojos
por haber sonreído tanto
y llorado tan poco.

Mónica Soto Icaza

Confesionario erótico de una libidinosa irredenta

1.

Soy una mujer excepcionalmente lúbrica. Me gusta el sexo desde muy joven. El reconocimiento al deleite que me causa inició como lo mejor de la vida: por azar. Tenía 12 años. Clase de educación física en la secundaria. El colegio se inscribió en el concurso interescolar de baile y tres días de la semana daban clases especiales de danza a las adolescentes seleccionadas, entre ellas yo.

La escena se desarrolló en el gimnasio. Dieciocho niñas acostadas en el suelo. Yo vestía los shorts del uniforme de deportes. Llegó la hora de las abdominales para fortalecer el bajo vientre. La maestra gritaba enérgica: Uno, dos, tres, cuatro. Estiren bien las rodillas. Cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once. No se detengan. Doce, trece, catorce. La que pare va a tener que iniciar de nuevo. Quince, dieciséis, diecisiete. Muy bien, ¡sigan así! Dieciocho, diecinueve. En el veinte mi audición se redujo como cuando en carretera cambias de altitud intempestivamente. Veintiuno. Veintidós (léanse con un sonido sordo y un suspiro ahogado en medio). Veintitrés y el lugar donde algunas veces había cólicos menstruales se contrajo con un impulso dulce que una triada de segundos después se liberó, dejando a su paso una humedad copiosa en el puente de algodón de mis calzones de púber. Las uñas clavadas en el suelo. Los ojos cerrados. Las rodillas se estiraron fuerte y luego se fueron doblando lento. Los pies en el piso. El ¡Mónica, empieza de cero! La sangre trepó a mi cara. El volumen habitual volvió a mis oídos. Perdí la cuenta de abdominales y me estiré como estrellita de mar sobre las tablas. 

Esa mañana en el salón de gimnasia de la secundaria hallé una de las pistas del rumbo que habría de tomar mi vida, y claro, inició mi adicción al abdomen plano.

2.

Me decidí por la literatura erótica porque los libros y el sexo son lo que más me gusta, así que tenerlos juntos me resulta, por decir lo menos, orgásmico. Cualquier mediodía de cualquier época del año me sirvo un café, un tequila o un vodka tónic y me siento frente a la computadora a narrar una fantasía o un recuerdo delicioso. Lo primero que me asombra es la cantidad de universos que pueden crearse en las setenta y ocho teclas de mi ordenador rosa con pantalla retina de once pulgadas, mi pequeño capricho de escritora con pocas manías y una estabilidad mental y emocional inusitada para un artista. El segundo asombro proviene de la vista que miro desde mi ventana: un panorama mitad cielo, mitad síndrome de acumulación compulsiva de edificios, avenidas y jacarandas que es capaz de inspirar hasta al más insensible.

La secuencia acontece, teclazos más, minutos menos, así:

Los personajes, un hombre o una mujer, o tres hombres y una mujer, o dos mujeres y seis hombres, se ubican en un escenario que puede irse transformando conforme avanza el relato; cuando confeccionas una historia hay una gran posibilidad de que adquiera voluntad propia y el sorprendido sea quien se creía, Vicente Huidobro dixit, un pequeño dios.

En la narración de hoy habrá solamente una ella y un él. Ella cierra la puerta de la habitación con seguro. Se acerca a él, que la espera de pie junto a la cama. Se abrazan. Las manos de ambos viajan hacia las nalgas mutuas; los labios hacia los labios del otro. El beso es de lenguota, de esos que hinchan la boca y te dejan como Angelina Jolie. La blusa de ella y la camisa de él se desvanecen. Los torsos desnudos. Braguetas de los pantalones abiertas. De la de ella se escapa un calzón rosa fuerte de encajes delicados; de la de él unos boxers negros de gran resorte con las letras de una marca de ropa cómoda y cara. Los dedos de él muy abiertos aprietan las tetas de ella; los dedos de ella el pene erguido. Los pantalones se disipan. Él le quita los calzones a ella. Ella le quita los bóxers a él. Él la pone de espaldas, el tórax de ella se inclina hacia la cama, se sostiene con los brazos semiflexionados. Él le acaricia la espalda, el coxis, la cadera. Ase fuerte los costados de ella. Coloca el glande en la vulva. Se introduce lento. Ella cierra los ojos, sonríe leve, la separación de los labios suficiente como para que pueda escabullirse la rebeldía de un gemido.

En plena acción erótica en comunión de mis huellas dactilares en el teclado, las imágenes que se suceden en mi mente, la perspectiva de lo que causará el cuento en quien lo lea, de repente siento un hormigueo en el pubis, percibo un escurrimiento difícil de explicar con palabras en las paredes de mi vagina. Una de las dimensiones de mi mente desea seguir escribiendo hasta la extenuación, pero otra desea levantarme de la silla, encaminarme hacia el sillón de la sala o mi recámara y terminar con los dedos lo que inicié con el cerebro. Si no tengo prisa gana la segunda. Ya bien autoatendida regreso a concluir también lo que dejé iniciado.

Varias veces me han hecho una misma pregunta, dado que los creadores en su mayoría son propensos a consumir sustancias psicotrópicas.

            —Mónica, ¿qué te metes para escribir?

            —Hombres*.

*Solteros. Que respeten a las mujeres. Cero machos, posesivos o celosos. Que se cuiden y me cuiden.